Mariano, víctima del estigma
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*Los datos aquí descritos fueron alterados para respetar y proteger a las personas involucradas, el objetivo de este relato es lograr tener conciencia de las víctimas del Covid-19.
Tengo 17 años actualmente, mi vida no ha sido fácil, soy el mayor de los hijos de Marisol y Gerardo, tuve una infancia muy “normal”, digo, porque los niños deben de ser felices, jugar todo el tiempo, ser queridos por su familia, ir a la escuela, tener buenos amigos, ir a fiesta; lo tenía todo, hasta los 13 años, cuando recibí el primer golpe de la vida, murió mi abuelo materno, ¿de qué?... quién sabe. Yo era el nieto consentido, pues fui el primero que lo hice abuelo, hijo de su hija preferida. Simplemente un día llegó mi mamá como loca a la casa gritando y llorando que el abuelo había muerto.
Yo ni quise preguntar de qué murió, o qué fue lo que pasó, mi mente se cerró, yo estaba en shock, me fui a mi cuarto a llorar y en ratos medio consolaba a mis hermanos menores; nunca he sido expresivo, no sé qué les decía o solo nos abrazábamos, ahí conocí el dolor y el misterio de la muerte.
Mi familia entraba y salía de casa, y de repente nos dejaron solos, era un caos, nosotros en el cuarto, la televisión encendida, pero ni nos concentrábamos en ella. Alguien fue y nos llevó comida, pero todo era un misterio, silencio... mucho silencio. A los días, noté a mi madre con tanto dolor, que nunca le había visto su cara así, de esa forma, y de ahí ella no lo superó, no superó la pérdida de su papá, ella ya no fue ella.
Ella, mi madre, se atrapó en su tristeza por unos seis meses, ahora entiendo que desarrolló depresión. Con trabajo nos mandaba a la escuela medio desayunados, regresábamos de la escuela y ella hinchada de sus ojos de tanto llorar y a duras penas se ponía a hacer la comida, terminábamos todos ayudando para comer y que llegara mi papá de su trabajo y no se diera cuenta del estado de mi mamá.
Mi madre lentamente fue superando la pérdida de su padre, y fue la forma en que nosotros la fuimos recuperando, aunque nunca estuvo al cien, tenía chispazos de tristeza de repente, ella se fue incorporando a su trabajo que tanto le gustaba, excelente contadora pública, era su terapia ocupacional, y la forma en que apoyaba económicamente a la familia, mi padre un excelente administrador de una cadena de tiendas de autoservicio.
Hace dos años el dolor entró de nuevo a nuestra casa y a nuestro corazón, yo creo que hasta a nuestra alma y fue más terrible, mi mamá al cruzar una calle muy transitada fue atropellada, llegó al hospital muy grave, fueron días muy fuertes, muchas opiniones tanto de médicos como de nuestros familiares, yo de nuevo me puse mudo, me aterró, no quería ni imaginarme si llegara a morir... y murió después de luchar tres días, no pudo más, otra vez llegaron a la casa mis familiares para avisarnos, era llanto y gritos, una confusión total, pues yo no estaba preparado para recibir esa noticia, y ¿quién podía estar preparado para la muerte de su madre?
Fueron días terribles, aceptar de nuevo el dolor, la soledad, muchas preguntas daban vueltas en mi cabeza y no tenía las respuestas. Mi padre, aturdido de tanta responsabilidad, pues somos dos hijos menores. Los días fueron pasando y mi abuela paterna se vino a casa a hacerse cargo de nosotros, una mujer mayor y cansada, pero fue la mejor decisión que tenía mi padre, o la única salida que teníamos, ahora éramos los “niños de la mujer que mató el camión”, así nos decían por el barrio, ya no teníamos nombre, me molestaba mucho que así nombraran a mi hermano o a mí. Fueron dos años de llevar a nuestras espaldas ese comentario de la muerte de mi mamá.
Al pasar casi tres años de la muerte de mi mamá, mi padre aún joven pero de repente se puso malo, diabético juvenil, medio cuidadoso con su salud, más bien se confió que él siempre iba a poder controlar la diabetes y no estaba muy aplicado con su dieta y, con la muerte de mi mamá, comenzó a tomar cerveza todos los fines de semana, por más que mi abuela lo regañaba. Un día el doctor le dijo que sus riñones no funcionaban bien, al pasar el tiempo esto lo llevó a diálisis en el seguro social, tres veces a la semana iba, un día no fue porque le dio una fuerte gripa, una tía que es enfermera lo aisló completamente en un departamento, ella actúo con rapidez por nosotros y por mi abuela, ya no lo vimos. Nos enteramos que se había contagiado de Covid, lo llevaron a los días al seguro social porque batallaba mucho para respirar, y a la semana murió. No nos despedimos de él, no se veló, simplemente un día nos entregaron una cajita con sus cenizas, aún no lo puedo creer y ya ha pasado un mes, sigo sin expresar mis sentimientos, y ahora nos dicen “los hijos del Covid”. ¿Qué sigue, doctor?
El estigma del Covid es una realidad de la que no se habla, una secuela social, que muchos están padeciendo y que nadie entiende, se ha convertido como al principio del Sida en una enfermedad vergonzosa (inexplicablemente), que hay que esconder socialmente, y esto está provocando daño psicológico.
Psicólogo clínico – Tanatólogo
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FB Tanatólogo Octavio Robledo