Luis Enrique Ramírez y la excepcionalidad mexicana
Cualquiera que haya sido el motivo de la muerte del periodista Luis Enrique Ramírez es un hecho grave y lamentable. El asesinato de cualquier persona es ya en sí un hecho de máxima gravedad, pero resalta más cuando se trata de una personalidad que habla de asuntos de la esfera pública y que tiene una audiencia muy extendida.
Luis Enrique era uno de los periodistas más conocidos de Sinaloa en el ámbito nacional y era un columnista con muchos lectores. Por su inteligencia, estilo, información privilegiada y alta capacidad analítica era un periodista consumado. Sin embargo, en determinados momentos, ejercía un periodismo militante, es decir, marcadamente partidario, y eso desconcertaba a los lectores. De repente a quien juzgaba severamente ahora se había convertido en otra cosa. Él mismo reconocía que llegó a practicar ese tipo de periodismo e implícitamente reconocía que ese no era el mejor que se podía practicar. No obstante, el dominio de su oficio era tan alto que no perdía lectores ni influencia en la opinión pública.
Su muerte ha sacudido a Sinaloa y los ámbitos periodísticos nacionales. No podía ser de otra manera, tanto por su trayectoria como por la crisis de extrema violencia que padece el país y más particularmente el medio periodístico. Se confirma, por si fuera necesario, que México es uno de los dos países más peligrosos para los periodistas en el mundo.
¿Nos damos cuenta de lo que esto significa? ¿Hemos realmente dimensionado el saber que nuestra nación es una de las más violentas del planeta?
Es una tragedia saber que vivimos en un territorio inseguro y sangriento desde hace varias décadas, y que castiga especialmente a periodistas, mujeres, jóvenes y políticos.
Ningún partido en el poder, ningún gobierno ha podido frenar la violencia en México en los últimos cincuenta años. Solo ha habido pequeños paréntesis en los que disminuye la violencia para luego aumentar de manera acelerada, tal y como ha sucedido con los gobiernos de Felipe Calderón, Peña Nieto y López Obrador.
Hay una especie de reproducción ampliada de violencia, tal y como sucede con el capital. Esto es así en México y en otros lugares donde el crimen organizado es de escala mayúscula, porque uno de los métodos para acumular capital criminal es la violencia. No hay acumulación de capital criminal sin violencia. Y a mayor capital criminal más violencia.
Esta es una de las posibles explicaciones de la incontrolable violencia en México. Nuestro país es asiento de las mayores organizaciones criminales del mundo, las cuales son poseedoras de enormes capitales que para su reproducción necesitan de violencia. Marx, Max Weber, Maquiavelo y muchos clásicos más en el estudio de la política y del Estado, de diferentes maneras nos han dicho que el capital, para reproducirse, necesita en cierto momento del uso de la violencia. Incluso, Weber nos dice que ese uso de la violencia debe ser monopólico y legítimo. Bueno, pues en México, el crimen organizado le disputa y/o comparte el uso monopólico de la violencia al Estado para reproducir su capital en condiciones ampliadas. Sin embargo, algunas de las organizaciones más poderosas, sin dejar de confrontar al Estado, también buscan el acuerdo político con sus titulares federales y/o con representantes regionales para seguir posibilitando su reproducción ampliada, la cual es, incluso, global.
Durante décadas ha habido acuerdos políticos de capos del crimen organizado con gobernantes, pero de Carlos Salinas en adelante eso se consolidó aun habiendo desajustes y rupturas coyunturales con las organizaciones con las que se había pactado. Sin embargo, todo empeoró a partir de Calderón, Peña y López Obrador porque, aun con matices en sus estrategias, no han podido con el enorme poderío del capital criminal. Ni la guerra al narco ni los abrazos y no balazos han disminuido la reproducción ampliada del capital criminal y su fuerza política.
La muerte de Luis Enrique Ramírez quizá no se deba al crimen organizado, pero la violencia que genera éste ha influido decididamente para que la delincuencia común también crezca porque ve la casi nula efectividad del Estado y sus diferentes gobiernos para combatirla. Para colmo, hay voces informadas, e incluso callejeras, que dicen que, al menos en algunas ciudades, el crimen organizado es más eficaz para combatir la delincuencia común que las instituciones gubernamentales.
El finado periodista dijo en varias ocasiones que él no escribía sobre el crimen organizado y que, por lo tanto, no tendría por qué temer su acción contra él. Sí, pero lamentablemente, a estas alturas ya es perfectamente claro que en México política, y más específicamente los procesos electorales, y la acción del crimen organizado en muchos estados no están separadas. Es decir, no se puede afirmar que todos los políticos mexicanos estén comprometidos con el crimen organizado, pero sí se puede decir que la política, el Estado y el crimen organizado no son campos separados.
Lo anterior no es tan solo una tragedia más de un periodista y su familia, y una cruz más en la hecatombe societaria mexicana, sino también es un acertijo indescifrable para la racionalidad del pensamiento político y sociológico mundial:
¡El crimen organizado comparte el monopolio de la violencia con el Estado, es dueño de una de las principales industrias mexicanas y ya es un actor electoral clave!
Los mexicanos siempre hemos sido suigéneris. Somos una excepcionalidad.