Lucha transexenal contra el narcoestigma
El Festival Cultural y el Kétche Alheyya
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Desde Francisco Labastida Ochoa, o más antes con Alfonso Genaro Calderón, han sido notables pero insuficientes los esfuerzos de algunos gobernadores por quitarle a Sinaloa el signo de cuna y destino del narcotráfico en la percepción nacional e internacional. Siendo objetivos, la sucesión de hechos de alto impacto que protagonizan las cabezas emblemáticas o emergentes del Cártel de Sinaloa resaltan más que las acciones transexenales que, hay que decirlo, han sido de arrancones y no de atrevimientos sostenidos.
Ahora mismo, el ex Gobernador Quirino Ordaz Coppel, Embajador de México en España, desarrolla estrategias para colocar en la conversación de empresarios europeos los temas de atractivos turísticos y polos de inversión sinaloenses, aun con lo inevitable que resulta el hecho de que allá quieran saber más de los capos nacidos aquí que de las oportunidades disponibles para viajeros y capitales extranjeros. ¿Cómo deslizar el rostro positivo de Sinaloa entre esa terca actitud arisca del resto del mundo?
Hace más de cuatro décadas Calderón intentó poner la riqueza cultural de Sinaloa a contraluz del ruido amarillista que atrajo el morbo internacional por la Operación Cóndor que a la fecha es considerada la mayor acción antidrogas del Gobierno mexicano en el llamado Triángulo Dorado del narcotráfico. Al querer desvanecer ese rastro bárbaro de militares sin control que afectaron más a la población pacífica que a las organizaciones criminales, el entonces Gobernador creó la Dirección de Fomento de la Cultura Regional, lo que hoy es el Instituto Sinaloense de la Cultura.
Enseguida, de 1987 a 1992, Francisco Labastida Ochoa pretendió imprimirle a su gestión un tono civilizatorio que trascendiera las fronteras estatales y nacionales creando el Festival Cultural de Sinaloa con la cartelera que trajo a figuras globales de las artes. Pero al mismo tiempo los jefes del narco continuaron operando para ofrecer su propia versión violenta de esta tierra y muestra de ello fue el escándalo llamado “el cuartelazo” que consistió en el operativo sorpresivo para detener a funcionarios de la Procuraduría General de la República y agentes de la Policía Judicial Federal que cuidaban a los narcos, no a la gente de bien.
Es decir, los ciclos se han repetido con brillos intermitentes de civilidad cuyo fulgor al ser efímero les garantiza el retorno a relumbrones rojizos de sembradíos, masacres, rivalidades y poderes de facto vinculados al trasiego de narcóticos. Por allá cada 10 o 15 años ocurren vislumbres de políticas públicas que lavan la historia negra de Sinaloa, no obstante que las células del crimen actúan más veloces en contrasentido.
En la época actual le corresponde al gobierno que preside Rubén Rocha Moya, en sincronía con los 18 alcaldes, establecer el método que desde lo local convenza de que existe esta tierra de gente buena, grandiosas posibilidades de desarrollo y poco a poco segura para los que vivimos aquí y los que vengan de fuera. Esa tarea ha de ser colosal, sin treguas, con tal de evitar que sea arrasada por la impredecible escalada violenta que sigue agazapada según convenga a los planes y negocios del narcotráfico.
El regreso del Festival Cultural de Sinaloa, del 14 al 30 de octubre, y la realización del concierto Kétche Alheyya, el día 16 del mismo mes, se suman a los bálsamos aplicados a este territorio adolorido por la apología violenta que somatiza al todo que en realidad está sano y en apariencia luce enfermo. Resaltan las capacidades artística, intelectual y resiliente del estado desvaneciendo las recientes señales de “buchonización” que desde Culiacán y Mazatlán removieron viejos lodos que salpican la apabullante parte limpia de la entidad de los 11 ríos.
Calderón hizo su luchita pese a la incipiente comprensión del factor cultural como antídoto contra el salvajismo; Labastida importó desde el centro el estilo de culturizar a través de mostrarle a Sinaloa lo que son las artes en otros continentes, y viceversa; Quirino le apostó a la militarización para cambiarle el semblante hostil al estado, y Rocha Moya se aferra a las estadísticas que evidencian la baja en homicidios dolosos para convencer que es seguro vivir y venir a donde la pacificación está en marcha.
Y entre esas intenciones valiosas nunca han dejado de entorpecer los mandatarios que fueron parte del problema: Con Antonio Toledo Corro los compadrazgos y privilegios del narco; con Juan Millán el escándalo de la protección que le brindaba la Policía Ministerial a los Carrillo Fuentes; con Jesús Aguilar Padilla la normalización por decreto de los 6 mil 636 homicidios dolosos del sexenio, y con Mario López Valdez la persecución a un cártel y la protección a otro con el saldo de 7 mil 722 asesinatos.
Vale este repaso para insistir en que el conocimiento y aceptación de la realidad serán siempre el importante paso inicial de cualquier estrategia que de su éxito o fracaso dependa que a Sinaloa se le aprecie como tierra de paz, oportunidades lícitas y gente de bien. También es útil el recuento para refrendarle la bienvenida a la cultura como factor de primer orden tratándose de sacudirnos el estigma de salvajismo y tatuarnos la marca de la fraternidad.
Blande Sinaloa estandartes,
Que lo están pacificando,
Siendo sus arsenales las artes,
Y ganando guerras cantando.
Hay cosas que no tienen precio porque le pertenecen a la gente que las aprecia y se apropia de ellas como punto de encuentro y orgullo y las transforma en insignia de tradiciones y recintos de paz. A los estadios de beisbol de Tomateros de Culiacán, Cañeros de Los Mochis, Algodoneros de Guasave y Venados de Mazatlán se les debiera llamar siempre así, por más fascinantes que sean las ofertas de las marcas comerciales para estamparles sus denominaciones. La afición es la que hace a los equipos. ¿O ya no?