¿Los pactos o negociaciones con cárteles son un camino para la paz?
Las marcas del dolor nunca van desaparecer, pero la verdad, la justicia, la reparación, la paz, harán posible transitar del dolor hacia una vida con dignidad.
A estas alturas del camino, mejor dicho, del sexenio, el compromiso de la autodenominada cuarta transformación de “pacificar” al país, proveer justicia a las víctimas de graves violaciones a derechos humanos y acabar con la impunidad no sólo ha quedado diluido, sino que ha tomado un giro inesperado. Desde el Estado se ha optado por negar y minimizar la problemática de desaparición de personas en México. La falta de certeza sobre dónde están y qué pasó con las personas desaparecidas se profundiza aceleradamente mientras el camino para encontrarles se ha vuelto difuso, pues aunque se ha creado institucionalidad y mecanismos para atender esta problemática, han sido poco efectivos e insuficientes.
Desde 2018, la propuesta de Andrés Manuel López Obrador sobre cambiar el paradigma de seguridad pública y darle paso a la construcción de paz a través de la adopción de modelos de justicia transicional sonaba razonable, sobre todo para las familias y colectivos que están buscando desde hace más de veinte años. Su narrativa nos sedujo y creó altas expectativas sobre lo que pudo ser en términos de detener la violencia, las desapariciones y resolver los temas que en sexenios pasados no se atendieron. Sin embargo, esas expectativas se esfumaron luego de ver cómo la propuesta de paz que se implementó está cimentada bajo una lógica securitaria. Es decir, el proyecto está atado a la continuidad en la estrategia de militarización del país. Así, el proceso de “pacificación” se aborda desde una perspectiva de seguridad y no desde un enfoque de derechos humanos.
No es cosa menor que sea la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana la que tiene a su cargo la implementación de este proceso, que incluye programas de reconstrucción del tejido social con intervenciones locales en territorios específicos, prevención de adicciones, entrega de pensiones y programas sociales y, por supuesto, los operativos antidrogas que de acuerdo con la Estrategia Nacional de Seguridad son complementarios a “las acciones de prevención y atención a las causas estructurales de la violencia (sic)”. Por ello, no deja de ser paradójico que aunque en este sexenio se declaró oficialmente “el final” de la mal llamada guerra contra el narcotráfico, la política de seguridad con enfoque bélico continúe y tenga mayor alcance al amparo de las dinámicas criminales que siguen causando estragos en la sociedad mexicana.
La falta de reconocimiento pleno sobre las implicaciones que tiene esta ola de violencia, producto de la confluencia entre grupos del narcotráfico y el Estado, permite que la desaparición de personas siga ocurriendo de manera sistemática y generalizada como un método de control socioeconómico. Es precisamente esto lo que ha orillado a los familiares de personas desaparecidas a actuar por iniciativa propia, a buscar alternativas para detener la desaparición que se ha vuelto una práctica cotidiana, frente a la cual la promesa de pacificación que hizo el Presidente resulta contradictoria y no incluye explícitamente las demandas de las víctimas y familiares de personas desaparecidas.
Prueba de ello es la carta -dirigida a los líderes de los cárteles mexicanos- en la que madres buscadoras de Tamaulipas han expuesto cómo identifican que quienes nos gobiernan se han dedicado a ‘fabricar’ operaciones y acciones justificando el combate a la inseguridad, invirtiendo miles de millones de pesos sin resultados contundentes. Consideran que el despliegue de fuerzas armadas en el país es un pretexto para mantener una guerra que narrativamente se terminó, pero en los hechos se mantiene feroz y compleja desdibujando cada vez más las fronteras de los perpetradores de la desaparición y haciendo evidente que vivimos en un contexto de vidas desechables y necropolítica.
La carta, además de hacer una especie de diagnóstico sobre las causas de la desaparición, es un llamado del colectivo Diez de Marzo y Unión de Colectivos de Madres Buscadoras en Tamaulipas a grupos del narcotráfico para llegar a un “acuerdo de paz y erradicación de la desaparición y la desaparición forzadas de personas”. Lo primero que quisiera rescatar es la claridad con la que las mujeres buscadoras analizan, ven y nombran a la desaparición. Por otro lado, me quedaron resonando algunas preguntas que quisiera plantear acá sin fines exhaustivos, sino para colectivizar la reflexión: ¿A quién le toca construir la paz? ¿Qué paz necesitamos? ¿Qué paz queremos? ¿Los pactos o negociaciones con cárteles son un camino para la paz? ¿Estamos en un momento político oportuno para abrirnos al diálogo con estos grupos criminales?
Es importante enmarcar que este llamado se da en un contexto donde la búsqueda de personas desaparecidas se ha vuelto una actividad de riesgo: en lo que va del sexenio han sido asesinadas 12 familiares de víctimas de desaparición, de las cuales 8 eran madres buscadoras; aunado a la falta de vías efectivas de comunicación, seguimiento y atención a las víctimas de desaparición y sus familiares por parte de las autoridades competentes. Ante la negativa del Ejecutivo federal de escuchar de primera mano las necesidades y demandas de las madres buscadoras, han tenido que redirigir sus esfuerzos. En ese sentido, este acuerdo de paz o “pacto social” significa una acción urgente de buscar respuestas de los otros actores involucrados.
De ahí su relevancia, pues abrió la posibilidad de establecer canales de comunicación con esa figura que en abstracto conocemos como cárteles, pero de cuya presencia y operación tenemos pocas certezas. Delia Quiroa, activista y miembro del colectivo de búsqueda Diez de Marzo y Unión de Colectivos de Madres Buscadoras en Tamaulipas, se ha referido a esta propuesta de pacto “como un acto desesperado”; sin embargo, desde lo personal considero que va más allá. Lejos de juzgarlo de “bueno” o “malo” me parece legítimo y una forma de llamar la atención sobre lo que el Estado mexicano no ha podido hacer: hablar sobre la posibilidad de transitar de un escenario de confrontación y violencia hacia un proceso de negociación que nos lleve a la paz. No perdamos de vista que la paz, al igual que la verdad y la memoria, se construyen con base en las distintas vivencias y perspectivas que tienen los actores implicados de un mismo hecho, teniendo siempre la experiencia de las víctimas al centro.
Lo que está impulsando el sexenio actual, desde la maquinaria institucional, solamente tiene una visión de cómo tendría que ser esa paz, no la pone a consideración de las víctimas, no la problematiza, la adapta o la confronta con las partes involucradas. Por su parte, el camino que han tomado madres buscadoras para solicitar a los cárteles que detengan las desapariciones y les permitan buscar ha resonado en otros estados del país, en otros colectivos y llegó a oídos del Ejecutivo Federal, quien dijo estar de acuerdo con la propuesta del “pacto de paz”.
Aunque no lo suscribió de manera formal, el Presidente sí aseguró que le parecía importante reconocer el llamado que estaban haciendo activistas y madres buscadoras. Ante estas declaraciones, uno de los grupos a quien se dirigió la carta, el Cártel del Noreste (CDN) anunció mediante un vídeo que circuló en redes sociales que aceptaba el pacto solicitado, entendido “no como un acto de debilidad sino como una acción para buscar la paz y el bienestar en México (sic), pues siempre hay salida para los que no quieren usar la violencia”. En dos minutos y medio, y en voz de quien podemos asumir es el vocero, el cártel expone que conocen la situación de la violencia que vive el país y según su postura, también consideran que es momento de pensar en la paz y en que la población mexicana se puede beneficiar de una ley de justicia transicional.
Dicha respuesta me lleva a pensar, de nuevo, sobre los cómos y quiénes están llamados a construir la paz. Finalmente el CDN no sólo aceptó el pacto, sino que planteó una pregunta fundamental que podría sentar un precedente sobre las herramientas que necesitaríamos impulsar para que verdaderamente podamos hablar de una paz efectiva: ¿Cuáles serán los mecanismos jurídicos para que como grupos (criminales) tengan la certeza y seguridad de que los acuerdos y treguas de paz se van a respetar? Ni siquiera hemos podido resolver preguntas tan básicas sobre qué es la paz y cómo queremos alcanzarla y un cártel ha puesto el dedo en el reglón sobre la necesidad de incluirles en esta discusión. Nos guste o no, esté dentro de nuestros parámetros moralmente aceptables o no, debemos asumir que sin la participación de todos: perpetradores, víctimas, funcionarios, sociedad, quizá nos sea mucho más difícil transitar del contexto actual de violencia y desapariciones a una eventual tregua que nos permita caminar con más claridad hacia un escenario de paz.
Si el gobierno actual se abriera a la posibilidad del diálogo, por lo menos dejaría de administrar sólo el dolor de miles de familias y madres que buscan a sus seres queridos. El dolor está desbordado, ya no cabe en tantas fotografías, tantos montes, tantas fosas. Ya no es viable como política de Estado. Y quizá las marcas del dolor nunca van a desaparecer, pero la verdad, la justicia, la reparación y la paz harán posible transitar del dolor hacia un vida con dignidad.
* Olimpia Martínez Ramírez (@olimpia_libre) es politóloga por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-I) enfocada en la defensa y promoción de derechos humanos. Feminista y acompañante de procesos que buscan verdad, justicia y memoria. Actualmente colabora como investigadora en @ElementaDDHH.