Los murmullos digitales: El inasible y siempre renacible Pedro Páramo de Netflix

Juan José Rodríguez
10 noviembre 2024

¿Qué tan complicada será la comprensión para aquellos que no han leído la novela? Hay arcos narrativos que aparentemente no se cierran y el director nos ahorra la imagen de Juan Preciado en la tumba, hablando con una mujer muerta, recurriendo el sonido en off, de manera arriesgada, rehuyendo el fácil didactismo.

Primero que nada, no olvidemos que el cine y la literatura son dos artes divergentes que confluyen en una audiencia ultra y dispar. Y que una obra maestra siempre será una muestra de lo que realmente somos, en cada una de sus épocas que se concibieron o alcancemos a apreciarla. Tanto como lo que revela de nosotros, como cuando revela en lo que nos hemos convertido.

Pedro Páramo como corte geológico del mexicano, bajo la tesitura sutil de arte, ante la huidiza muerte que ya no se deja enamorar. El propio Juan Rulfo no entendía porque tanta gente en torno a él fue muriendo, y se preguntaba si esa cosa tan atávica no era producto del paisaje o una tremenda serie de coincidencias, que ahora tenemos ante Netflix, destiladas primero en su novela y cristalizadas ahora en imágenes movibles por el cineasta Rodrigo Prieto.

La cinta tiene como gran cualidad y valor de producción el respetar el original literario, sin caer en servidumbre o estatuaria faraónica. Hasta nos recuerdan los trabajos de Roberto Schneider, que trató con mucha fidelidad a Jorge Ibargüengoitia; nada que ver con “El imperio de la fortuna”, esa versión extremadamente libre de El gallo de oro, ambientada en la miseria más profunda y arrodillada, por Arturo Ripstein.

La reverencia con la que se han tratado los diálogos y las situaciones cimentadas por el gran maestro de la literatura son uno de los factores que debemos tomar en cuenta a la hora de evaluarla y percibirla. Pocas novelas hay tan concretas y contundentes en su prosa y estructura como esta y el paso del tiempo ha sido su aliado, ahora que nos hemos vuelto una humanidad más sentenciosa gracias a Borges, el twitter, la velocidad cotidiana y el cinismo sarcástico de todos los días.

¿Qué tan complicada será la comprensión para aquellos que no han leído la novela? Hay arcos narrativos que aparentemente no se cierran y el director nos ahorra la imagen de Juan Preciado en la tumba, hablando con una mujer muerta, recurriendo el sonido en off, de manera arriesgada, rehuyendo el fácil didactismo. Se necesitaba temple y sentido del riesgo para tomar de frente el reto de esta historia hecha de polvo, rocas antiguas, huesos secos y neblina.

Vemos cosas muy correctas, como al cura Roberto Sosa dando la misa de espaldas a los feligreses, tal como se usaba antes del Concilio Vaticano de Juan XXIII, pero es imposible no caer en anacronismo. ¿Por qué tantas velas en algunas escenas como en un velorio? La gente en aquella época ya prefería las lámparas de petróleo que podemos ver en la sala donde emborrachan a Toribio Aldrete, o en la mano a Damiana Cisneros llevando a Juan Preciado mientras le anuncia que ese es un pueblo lleno de ecos.

Esas lámparas (“alumbrados” en mi Sinaloa o “cachimbas” si fueran velas en un vaso metálico de seguridad) eran más prácticas y eliminaban demasiado humo y el riesgo de los incendios, pero tenemos que ponerle velas al padre Rentería y a las habitaciones donde hay sexo para subrayar esa atmósfera asfixiante. Todos los cineastas nocturnos se vuelven hijos de Barry Lyndon.

La versión fílmica, hoy disponible en la más ecuménica plataforma, mantiene otras aportaciones muy coherentes, más allá de la tentación pánica de los efectos especiales. Las tomas de los pequeños canales de riego donde cae Fulgor Sedano; la visión nocturna de una Comala extendida como una Pompeya criolla, o tal vez, una Atlántida de la noche. Y las voces originales de las canciones con el mariachi antiguo en la boda, entonces sin trompetas, o los cantos cardenches de Sapioris, Durango, al verse los créditos finales flotar como fantasmas.

Mi crítica personal sería a los demasiados murmullos en que se expresan estos hombres y mujeres que originalmente eran de Jalisco. Ese tono de hablar quedito que tanto desconcierta a los españoles es más propio del Altiplano centro que de los llanos y altos de la antigua Nueva Galicia. Rodada en el más desértico San Luis Potosí, no deja de atrapar ese ambiente de estado cristero con patrones ecuestres y mujeres al pie de la silla y el santuario de la cocina y cuarto de rezos.

Me hicieron extrañar los efectos sonoros del primer Pedro Páramo de Carlos Velo, con John Gavin y López Tarso, como el eficiente operador Fulgor Sedano, en donde resonaban las espuelas por toda la casa cuando llegan los revolucionarios a exigir su cuota, o el relincho como aria de bravura del caballo de Miguel Páramo, antes de ser sacrificado, que aquí sólo le vemos mover las crines al fondo del patio conventual.

Claro que no podemos pedirle a Tenoch Huerta (¡excelente!) o a la mazatleca Yoshira Escárrega -en el rol de la hermana incestuosa- que asuman las interpretaciones echadas hacia delante de los viejos estilos de actuación, lo mismo comunes en María Félix o Joan Crawford. Estamos en tiempos donde “menos es más”, si no, se cae en el minimalismo o la grandilocuencia monolítica estilo “Indio” Fernández. Manuel García-Rulfo se contiene con naturalidad como ese cacique feudal anterior a los tiempos en los que la Revolución Mexicana se bajaba del caballo para subirse al Cadillac.

Ahora bien, uno de los primeros nombres de Pedro Páramo había sido “Los murmullos” y es posible que el lector moderna se vaya por ese asomo de confidencia. Es una de las primeras novelas donde se menciona la menstruación y nos escamotearon al personaje de “El Saltaperico”, que iba a “pulsear” a las mujeres cuando la luna estaba brava como médico alternativo y “a veces se iba de paso”.

Extrañé la instrucción que le da a Fulgor el ya don Pedro Páramo de que “mate a ese caballo para que ya no sufra, vayan a preparar la tumba y que le diga a las mujeres que por favor no hagan tanto escándalo, que no llorarían tanto si el muerto fuera de ellas”. Este último detalle del secreto humor campirano de Rulfo, ¿habrá sido quitado para no molestar a las audiencias crispadas del polo femenino?

Pero todos los que hemos leído el libro, tenemos dentro de nosotros, una construcción sobre Pedro Páramo y el universo de Juan Rulfo. La llave celeste para acceder al mito es seguir el juego de cómplice del director y ver sin prejuicios esta recreación del microcosmos, del campo mexicano y el gran dilema del hombre ante la muerte y el poder, narrado con la emoción que siempre agrega el verdadero buen cine.

García Márquez decía que él cuando leyó Pedro Páramo no tenía muchas referencias de los periodos de la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera, por lo que se quedó en la idea de qué Pedro Páramo y Susana Sanjuan se habían reencontrado a una edad muy avanzada. ¿Habría sido esa una simiente de sus futuros años del cólera? ¿Cómo le irá al colombiano que vivió mucho en México ante la inminente versión de sus Cien años de soledad?

Aquí los vemos en una estampa madura y podemos notar los estragos que ha padecido física y mentalmente Susana Sanjuan, víctima de un abuso y el trato continuo como un objeto. Todo esto sin un regodeo vengativo feminista y respetando la visión de que ella era, en palabras del autor, una mujer que no era de este mundo y el deseo obsesivo de un hombre que llegó hasta el crimen y la tragedia para recuperar ese sueño de infancia.

Pero Pedro Páramo no dira “Rosebub” en su lecho de muerte como Citizen Kane y anuncia que se cruzará de brazos para que muera de hambre su Xanadú delirante. Muere sentado frente a su heredad, como Michael Corleone en la primera versión de El Padrino III, pero apuñalado en su trono rústico como lo perpetra Robert De Niro al vengar en esa misma casa de Sicilia la muerte del último de los Andolini.

Repito: es una maravilla no ver demasiados cambios en la trama, sin llegar a la apropiación histórica falseada, como sucedió recién en un clásico literario tan monumental como Sin Novedad en el Frente. Una novela pacifista y grande por sí misma a la que cambiaron mucho y hasta el final, con rollos discursivos en el vagón del armisticio que eran sólo propaganda política a distancia. Rulfo sobrevive, pervive y siempre resiste.