Los beneficios de un buen adiós
25 octubre 2017
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Debo confesar que durante mucho tiempo para mí era reto inmenso atreverme a decir adiós, recuerdo que de pequeño caía en profundos estados de tristeza cada vez que terminaba un ciclo olímpico, la ceremonia de clausura de cualquier actividad era un pretexto para limpiar mis ojos. Neta, como dicen los chavos, me cabreaban hasta las tradicionales golondrinas de cada fin de ciclo escolar.
Desde pequeño la vida me enfrentó a muchas despedidas más allá de las de un ciclo escolar, quizá para retar y fortalecer mi carácter o tan sólo darme la oportunidad de la formación de hábitos por repetición (mucha repetición).
No sé si aprendí a decir adiós, pero puedo interpretar que entendí que al crecer es inevitable que vas enfrentar el adiós a muchas cosas, así fueron llegando la separación de los amigos de primaria, la muerte de los abuelos, dejar ciertos divertimentos y tiempo de juegos para seguir creciendo de acuerdo con las reglas de sociabilización
Mi primera gran despedida fue la muerte de mi primera hermana, los 13 años no eran suficientes para asimilar tal hecho. Martha, una de mis maestras que me enseñaron a leer y escribir desde los 3 años, ya no se encontraría en su mecedora, y nadie me informó que la vida en menos de cuestión segundos se acaba.
Recuerdo que, con tanto ruido generado por las ideas y juicios en mi mente siempre acelerada y creativa, no tenía espacio para ordenar, haz de cuenta una sesión de Facetime o Skype cuando la señal de la red es débil y escuchas pura interferencia.
Pasan los años, se acumulan experiencias, me despertó ese profundo deseo de aprender e indagar más para aceptar que en esta vida y en este mundo no hay nada permanente, que uno mismo cambia a cada instante. Entender que crecer, mejor dicho, que empezamos a crecer cuando aprendemos a decir adiós.
El reto de madurar (por momento no queremos y nos aferramos a seguir como estamos) conlleva una gran dosis de habilidad para descubrir con precisión el justo momento cuando se acaba una etapa de la vida, porque sabemos que insistir o permanecer más allá del tiempo necesario nos afecta física y emocionalmente. No hacerlo a tiempo es abrir una puerta gigante al dolor, la desilusión y al desencanto.
Es un hecho que el terrible miedo a la soledad muchas veces nos “obliga” a poner puntos suspensivos en muchas relaciones en lugar de punto final. ¿Cuántas intervenciones de apoyo a la salud mental se generan por la incapacidad de un buen adiós? Bajo esta connotación podemos interpretar por qué mantenemos relaciones a largo plazo que ni aportan, ni complementan, mucho menos nos hacen florecer como seres humanos. Lo más irónico es que en la mayoría de estas situaciones las vivimos rodeados de personas, pero con un intenso sentimiento de soledad.
Aquí es el justo momento donde a muchos nos cae el veinte y empezamos a tomar decisiones trascendentes para nuestro caminar en la vida porque sabemos que:
- No podemos estar en el aquí y ahora añorando el pasado.
- Vivir preguntándonos por qué, solo nos desgasta emocionalmente nos roba energía vital.
- Tratar de ser niños eternos y adolescentes tardíos impacta nuestra inteligencia social, limitando nuestra competencia en el manejo de la ambigüedad.
No podemos tener vínculos con quien no quiere estar vinculado con nosotros, ni permitirnos ser colaboradores forzados, ser del club de amigos de la lástima nos lleva al rol de comportamientos de la víctima de toda circunstancia.
Debemos reconocer el profundo dolor que nos genera cada adiós, pero “soy yo” el que decide cómo me comportaré ante la difícil situación. Que es un proceso natural el despedirnos de seres muy queridos (y cómo duele) concluir relaciones no sanas para nosotros (desde aquel primer amor que sólo queda en el agradecimiento del recuerdo) hasta aceptar, nuevamente aceptar, que los hijos también se van para crecer y florecer desde su mejor versión y no desde la nuestra.
El mejor beneficio de cerrar relaciones afectivas agotadas, trabajos que no producen alegría ni sobredosis de entusiasmo, soltar al ser querido que agoniza producto del sufrimiento provocado por una larga enfermedad, es abrirnos a un mundo de oportunidades y de nuevas experiencias para los tiempos de vida que Dios no regala.
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