Lorenzo y Ciro
La batalla por la defensa del INE ha tenido a dos campeones, en el sentido de esforzados defensores de una causa, la de la democracia sustentada en elecciones confiables y reglas electorales consensuadas: Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, lo que ha tenido para ambos costes ingentes, pues pocos actores de la política mexicana han concitado tanto odio y han sido víctimas de tantos denuestos desde el púlpito presidencial como ellos, con la consabida andanada de descalificaciones e insultos organizada desde la oficina del estratega de la propaganda de la Presidencia, Jesús Ramírez Cuevas.
La estrategia de una comunicación basada en paparruchas y en la construcción de enemigos contra los cuales pueda arremeter el caudillo para reafirmar su cruzada ha convertido a los dos Consejeros Electorales en personajes malévolos, movidos por la defensa de unas prebendas conseguidas de manera ilegítima. De acuerdo con esa leyenda, los dos serían agentes a sueldo de la vieja mafia en el poder que impidió el triunfo de López Obrador en 2006 y aplazó la inevitable llegada a la Presidencia de la encarnación del pueblo y su voluntad general.
De acuerdo con la leyenda, el triunfo electoral de 2018 no le debe nada al desarrollo de las instituciones electorales consensuales, con un cuerpo encargado de su operación y cumplimiento profesional y autónomo, sino que fue el desenlace ineludible de una epopeya justiciera, al que el héroe estaba predestinado, que se realizó venciendo obstáculos ingentes y enemigos poderosísimos, entre ellos un órgano electoral tramposo, del cual López Obrador y Morena han sido víctimas recurrentes, mientras se han dejado impunes las faltas de los otros. Según esa historieta simplona pero fácilmente asimilable por los creyentes, Lorenzo y Ciro son empleados de quienes quisieron impedir la llegada a la tierra prometida del patriarca y ahora quieren descarrilar su justa transformación porque defienden los intereses de las elites económicas y políticas, contrarias al bien del pueblo, por el cual se bate cotidianamente el Presidente de la República.
Lo indignante de esa añagaza es que ha tenido como objetivos a dos de los funcionarios del Estado mexicano más probos y técnicamente capacitados de nuestra historia. En un país de políticos mendaces y corruptos, con una burocracia clientelista y poco eficiente, con liderazgos hipócritas y cambiantes, Murayama y Córdova son ejemplo de honradez personal, conocimientos y compromiso con la legalidad constitucional.
Los ataques excrementicios de los que han sido objeto se basan en absolutas falsedades. Ningún delito, abuso o prevaricación se les ha demostrado, porque ambos son absolutamente escrupulosos en su comportamiento. La leyenda del supuesto racismo de Lorenzo se basa en una llamada obtenida por espionaje de una conversación informal sobre una reunión con un personaje, ese sí, de dudosa ética. En una época en la que todas las figuras son objeto de escrutinio en sus vidas públicas y privadas, a ninguno de los dos le han encontrado nada reprochable en su conducta, por lo que han tenido que recurrir a mentiras para deslegitimar su actuar.
Y Lorenzo y Ciro han dado la cara. Han expuesto con claridad y profundidad las razones de sus actuaciones y de su acérrima defensa de la institucionalidad electoral existente; han planteado los riesgos que su modificación sin consenso y sin atender razones técnicas. Han explicado de manera a veces vehemente, pero también con claridad pedagógica, por qué creen que no se deben aprobar las reformas y han asumido el liderazgo de la defensa jurídica del orden constitucional.
La legitimidad de la causa de Ciro y Lorenzo radica en que no enmascara ningún interés incumbente, pues ambos dejarán el cargo en unas semanas y no pueden tener juego propio en las elecciones de 2024. Ambos tienen una carrera académica relevante por retomar y aunque la política mexicana se beneficiaría de personalidades como las suyas, los dos saben que la congruencia implica su regreso a la investigación y la enseñanza, aunque eso no signifique renuncia alguna a participar en el debate de las ideas y la defensa de posiciones políticas, que no de cargos públicos.
El último episodio de la ira presidencial contra Lorenzo Córdova llegó al extremo de llamar farsante al actual Consejero Presidente del INE, todavía cabeza de un órgano autónomo constitucional. El Presidente no debate nunca, solo descalifica e insulta, pero que él, maestro de la representación, llame farsante a alguien que se ha plantado, como lo hizo Lorenzo, frente a una Cámara de Diputados donde la mayoría estaba dispuesta a vituperarlo solo puede provocar grima. Porque si ha habido un farsante magnífico en la historia reciente mexicana ese ha sido Andrés Manuel López Obrador.
Los gesticuladores han abundado en la vida política de México, pero ninguno ha sabido construirse una biografía mítica a golpe de puestas en escena como el caudillo convertido en líder supremo. Sus marchas, tomas de pozos, tómbolas, cierres de avenidas, toma de posesión “legítima”, defenestraciones públicas, disfraces floridos, ceremonias y sahumerios son todas farsas construidas para ilustrar su destino mítico. La mentira y la simulación sustentadas en su supuesta “honestidad valiente”, como decía uno de sus eslóganes propagandísticos, son los instrumentos privilegiados de su actuar político.
Hace unos años escribí un ensayo en el que pretendía construir una tipología de demagogos. Los clasificaba en tres grupos: los paranoicos, los creyentes y los farsantes, aunque solo se trataba de tipos ideales, pues en la realidad todo demagogo tiene algo de cada categoría. Entre los paranoicos incluía, con conciencia de las diferencias de peligrosidad de acuerdo con el grado de su trastorno mental, a Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, Fidel Castro o Nixon. El paradigma del creyente en aquella clasificación mía era Gandhi, pero ahí incluía a López Obrador. Entre los farsantes mencionaba a Mussolini, los Perón, Franco y otros líderes dedicados a crear un mito en torno a sus personalidades de suyo anodinas. Creo hoy que me equivoque. López Obrador no cree en nada más que sus intuiciones y su olfato oportunista. Es, sin duda, un gran maestro de la farsa.