Lo deseable y lo debido
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pabloayala2070@gmail.com
Con mucha frecuencia la gente confunde lo deseable con lo debido.
Lo deseable es algo que se pretende, ambiciona, una aspiración que no siempre logra cristalizarse. Ronda en nuestra cabeza como todas las cosas que sería bueno que ocurrieran, pero no sabemos si un día las veremos llegar. Por ello, lo deseable está emparentado con lo utópico.
Por ejemplo, es deseable que baje tres o cuatro kilos para que no se me vea una papada de pelícano en todas las fotografías donde aparezco, pero, en términos de salud no pasaría nada si no diluyo ese sobrepeso de mi carrocería corporal. Son muchas las cosas en la vida que serían deseables y que no sucede nada si no las tenemos.
A diferencia de las aspiraciones, lo debido tiene un tono imperativo porque está en el terreno de nuestras obligaciones, de esas cosas que tenemos que hacer, sin que medien en ello las excusas y los pretextos, ya que en su cumplimiento, muchas veces, se pone en juego nuestra humanidad.
Por ejemplo, es el deber de una madre o un padre alimentar a sus hijos, el de un gobernante asegurar el bienestar de la sociedad o el de un soldado defender el territorio nacional de una invasión extranjera. En todos estos casos, el deber, a diferencia de lo deseable, no puede ser eludido, a menos que se sea un cínico o un patán sin escrúpulos.
Traigo a cuento este tema de lo deseable y lo debido, porque la actual gestión presidencial está descuidando o, mejor dicho, dando prioridad a lo deseable y no a lo debido, poniendo con ello en peligro tanto la gobernabilidad del país, como la posibilidad de seguir ondeando la única bandera que le queda por mecer a esta gestión: el combate contra la corrupción. Me explico.
¿Qué es lo deseable para una sociedad? Entre las muchísimas cosas deseables se encuentra el tener una democracia de primer mundo, que la ciudadanía participe de manera activa, el respeto absoluto a cualquier forma de identidad y expresión cultural, ideológica, sexual, etcétera, y la posibilidad de que todas las personas puedan llevar a cabo los proyectos que aprecian y harían de su vida una más feliz. Todo esto es tan deseable, como deseamos que la relación con nuestros vecinos sea agradable e, incluso, fraterna. Sin embargo, aunque deseable, esto no es fácil que suceda, de ahí que nos conformemos por hacer valer algunas normas que apelan a ciertos deberes que, al cumplirlos, nos permiten que nos relacionemos con quienes nos rodean de una manera pacífica y funcional. De no cumplir dichos deberes estaríamos renunciando a una convivencia mínimamente civilizada.
Lo mismo sucede en otras esferas. El disfrute y aprecio del arte ofrecidos por la plástica, el cultivo del cuerpo a través de la alimentación y el deporte o del espíritu a través de 30 minutos de lectura diaria, son ejemplos de ello. Sería deseable que la ciudadanía accediera al arte, esculpiera su cuerpo y leyera cosas para alimentar el alma, pero a nadie nos va la vida si dejamos de incumplir este tipo de aspiraciones, las cuales a todas luces son deseables.
¿Pero, qué hay de los deberes contraídos por la Presidencia de la República, como el de dar el garrote mortal a la corrupción? Visto lo visto, aún estamos muy lejos de que la campaña estelar de López Obrador salga del plano de lo deseable para reubicarse en el ámbito de lo debido.
Por ejemplo, no es simplemente deseable que Emilio Lozoya desembuche y vomite todo lo que sabe, sino que es un deber de la autoridad hacerlo desembuchar porque, al momento, se le ha venido dando un trato de rey, sobre todo si tenemos en cuenta su calaña y la pandilla con la que se coludía, y a la cual, por-deber, es obligado encarcelar.
En este mismo terreno hay otros deberes inevitables, y ante los cuales el Presidente hace como que la virgen le habla. Su ahora fantasmagórico hermano Pío, de quien nada hemos vuelto a saber, pareciera haber desoído el consejo de AMLO de presentarse ante la autoridad para desmarcarse de lo exhibido en los videos filtrados o, si fuera el caso, para denunciar a quien arteramente lo está “difamando” y así recuperar algo de honor.
Lo mismo sucede con la pantomima de la consulta con la que, además de muy probablemente torcer el debido proceso, se busca enjuiciar a todos los ex presidentes que tienen cuentas pendientes con nuestro país. El Presidente parece olvidar que muchos de sus votantes le dieron el sí porque se comprometió a hacer cachitos a ese monstruo de cien cabezas que se llama corrupción. No necesita hacer ninguna consulta para llevar a cabo algo que él convirtió y la ciudadanía entiende como su deber.
En ese sentido, refrendar sus promesas no es algo deseable, sino un deber moral, como lo era pedir una disculpa a la comunidad de Acteal por el asesinato artero en 1997 de 45 indígenas tzotziles, y entre los que se encontraban niños, niñas y mujeres embarazadas. De este último deber cumplido se desprenden otros, como son el hacer que paguen los culpables de la matanza y resarcir los daños causados a los deudos de los muertos y de los muchos heridos.
Cuando un deber se politiza, no tiene otro destino que convertirse en vicio; al emplearse con la lógica con la que se persigue el rédito político, la moral del deber se drena para dar paso al vil cálculo de partido.
El segundo informe de gobierno dio muestra de todo esto. Ahí, el Presidente dibujó un escenario de lo deseable, pero no se expresó ni comprometió con lo debido.
A cambio de ello siguió montado en sus sueños de oropel, divagando en el montón de fantasías que campanean en su cabeza, y que en la realidad nunca las podremos ver. “Este gobierno no será recordado por corrupto; nuestro principal legado será purificar la vida pública de México y estamos avanzando”, dice, orgulloso, el Presidente.
Quisiera creerle, pero, si cierro los ojos y pienso en lo que decidió e hizo el día de ayer, lo único que logro recordar es su ramplona y cansina politiquería, mientras la serpiente de la corrupción continúa asechándonos en todos lados con sus más de cien cabezas.