Las luces de colores y el humo

José Abraham Sanz
12 junio 2022

Me latía el corazón a mil. La iluminación era malísima, pero estaba seguro de qué era lo que estaba pasando dentro y qué era lo que estaba por pasar en aquel lugar desconocido para mí.

Era como estar en un sueño, o no estoy muy seguro si se le inclinaba más la balanza a una pesadilla.

Ese ambiente de respirar pesado, la testosterona que te obliga a fruncir el ceño y apretar la mandíbula y los labios, una cascada permanente de luces de colores y la neblina tóxica de la nicotina encerrada en el lugar lo hacían ver algo lúgubre.

Pero yo y la mayoría de mis acompañantes estábamos emocionados.

Tenía 16 años, era a mediados de los 90 y nos acabábamos de salir de una fiesta de 15 años, de la prima de un vecino, que se había puesto demasiado enfadosa. Además por poco y no nos dejaban pasar, porque su tía se comportó muy grosera.

Por eso a media fiesta fue que al compa Javi se le ocurrió la maravillosa idea: ¿por qué no nos vamos a la zonaja?

La mayoría de nosotros, menores de edad, vimos la pequeña posibilidad de por fin ir a un lugar de esos, los bares para hombres, para los machos que se iban a pistear rodeados de viejas, dispuestas a cumplir cualquier a fantasía, que comenzaba sólo con desvestirse.

No sé por qué estuve tan dispuesto desde el principio, si le temí siempre a los castigos de mi padre y al horror que le causaría a mi madre si yo fuera sorprendido en una aventura así por algún conocido de ellos o por la misma policía.

“Señor, venga por su hijo, lo arrestamos al querer entrar a la zona de tolerancia”, me imaginé sonaría por el teléfono y cómo la situación transformaría a mi papá en un Hulk rojo.

O peor, que algún pendejo de mis compañeros tuviera el remordimiento moral a los días y comenzara a regar el tepache para hacerse sentir menor por la cuadra.

Bastaba con ir a la tortillería de la Geranio, con el Toby o la Cuca, para que toda la gente se enterara.

Sin embargo, decidí enfrentar el momento, rodeado de mis amigaos, y alentados por la curiosidad y la oportunidad que, según sabíamos por lo que escuchamos desde más chicos, no eran muchas, que más bien era algo de no perderse.

Encarreró la Dodge estaquitas café hacia el oriente por el Malecón viejo, los más grandes en la cabina, y atrás una media docena de adolescentes con las hormonas vueltas locas, apenas enfriados por la brisa de ese mes de noviembre y por los acelerones del compa Javi.

Dobló por Xicoténcatl a la derecha y le dio hasta la carretera a Sanalona, en la que retomó su camino hacia el oriente.

¿Qué mal podría pasar?, pensaba, al tiempo que preparaba mi cabeza, mi memoria, para una experiencia de la que podría platicar por mucho tiempo, a mis primos, a mis amigos de la prepa.

Una vez mis primos más grandes me contaron cómo tuvieron que salir corriendo de uno de esos bares, porque Alfonso le invitó una copa a una chica que traía un militar, se hicieron de palabras, mi primo le pegó al guacho borracho en el ojo y huyeron porque se habían visto muy sincheros y los testigos querían hacer justicia.

La respuesta a mi pregunta, que había desechado, comenzó a materializarse cuando llegamos a la entrada de la zona, pues ahí había un puesto de la policía que se encargaba literalmente de impedir el paso o dejar pasar a los asistentes.

Se supone que estaba ahí para evitar que pasaran con drogas o armas, pero cualquiera sabía que dentro también las podrías conseguir.

Sudé frío cuando el Javi detuvo la marcha. Uno de los policías se acercó a la cabina y preguntó que si traíamos drogas.

“No, compa. No le hacemos a eso, venimos a agarrar cura”, les dijo Fredy.

“Pero traen a puro pollo”, recalcó el policía. “¿Traen credencial de elector?”.

El mayor temor se me estaba cristalizando, así que tomé la decisión de bajarme de la camioneta por la parte de atrás.

“Yo no traigo, aquí me bajo y me voy a mi casa”, les grité.

“Tú cállate”, me dijo Javi que iba a hablar de frente con los policías, “súbete, no pasa nada”.

“No traemos credenciales, pero sí traemos para el café. Nada más vamos un ratito, al cabo, para que estos conozcan”, insistió el chofer.

“Ah, pues así sí pasan”, dijo el policía riéndose.

La camioneta avanzó y cruzó la caseta con la pluma. Atravesamos un tramo muy oscuro y al fondo, dentro, todo era festividad.

Luces de colores, letreros luminosos, puestos de comida y sobre todo bares cuyos nombres de convirtieron en míticos centros nocturnos de Culiacán: La Terraza, El Astro, El Papion.

A estas alturas, el lugar estaba por ser cerrado definitivamente, y había sólo unos cuatro bares abiertos, sin embargo seguía siendo un punto de mucho consumo, sobre todo a los amantes de vivir de noche, de los vicios, de los riesgos y de las mujeres.

El Javi atravesó el lugar y se estacionó en el fondo en el último bar, nos quedamos frente al Luna Azul.

El lugar me parecía imponente, por la cantidad de gente que entraba y salía.

Si bien es cierto ya había entrado al bar que concurría mi padre, desde muy niño, nunca lo había hecho en alguno en el que se desnudaban mujeres.

Me quise sentir mayor así que me bajé de la camioneta y entré. Me senté junto a mis amigos, pedí una cerveza y encendí un cigarro.

A unos metros, por un lado de una pista de baile, que a su vez estaba frente a la barra, había un pequeño barandal, como un quiosco, con una bola forrada de pedacitos de espejo que esparcía las luces de colores por todo el lugar.

Y la nube dejaba ver de vez en cuando a las parejas que ya se habían formado. Dejaba ver a los borrachos botados, dormidos en la mesa. A las mujeres solas cansadas. A las sexys, de vestidos cortitos, a las gorditas, a las mayores, a las morenas, a la güeras. Vestidas de lentejuela, con escotes largos, con tacones altos, con pintura exagerada. Chupando paleta roja, fumando cigarro o empinándose una media.

¿Cuánto cobrarán?, me preguntó uno de mis acompañantes.

No pude responder, no tenía ni idea. Yo sólo traía para esa y otras dos cervezas más si acaso.

Me terminé la primera y nadie se atrevía a pedir otra.

“Es que ya va a comenzar el show”, me dijo el Emilio, quien estaba sentado de espaldas al quiosco.

Entonces le subieron el volumen a la música, alguien dijo algo por la bocina, que no entendí y salió una mujer madura a bailar, entre gritos y vítores de la mayoría de los asistentes.

Después, poco a poco, y no podría decir si con el ritmo, la cadencia o su figura, todos parecíamos haber caído en una especie de trance que nos dejaba, si acaso, darle un toque al cigarro o un trago a la cerveza.

Ya la música, que antes le permitió dar vueltas, giros trepidantes y barridas en el suelo, después era más cadenciosa. Más lenta, melosa, lo mismo que los movimientos de la mujer. Poco a poco se desnudó. Emilio fue a quien ella escogió para quitarle la última prenda y mantener a todos en el mismo trance.

“Se terminó la fiesta, cabrones”, gritó desde la entrada un comandante de la Policía Intermuncipal. “Órale, a chin.. a su madre, esto es una redada”.

La pesadilla ahora sí, era una realidad. Nos iban a detener por ser mayores de edad.

“Vamos, ándale, para fuera, todos”, gritaba al mismo tiempo que golpeaba mesas y movía sillas.

Al que iba pasando por enseguida suyo lo tomaba del brazo y se lo lanzaba a alguno de sus compañeros para que lo comenzara a esculcar.

Pensando en que todo era demasiado tarde, me acabé la cerveza que me quedaba de un solo trago y me fui directo al comandante:

“¿A dónde nos van a llegar, oiga?”, pregunté.

“¿Traes drogas?”, me gritó.

“No, señor, yo no le hago a nada de eso”, le respondí.

“Ah, pues váyase para su casa”, me respondió.

Pero esa sensación de que me había salvado se me quitó cuando iba llegando a la camioneta.

Una pequeña multitud corría de norte a sur, mujeres, hombres, hasta vendedores. Corrían como desesperados, huyendo de algo, en estampida.

Rápido, sin preocuparme ya por los policías, me subí a la camioneta de redilas para observar y entender qué es lo que estaba pasando. Hasta que la razón de la estampida pasó, todo fue muy claro.

“Voy a culi... al primero que alcance”, gritaba una y otra vez un hombre ya maduro, totalmente desnudo, atrás de la multitud.

“Bueno”, dijo Javi, “yo creo que ya nos vamos”.