Las lecciones de nuestra democracia
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Bajo el supuesto de que en nuestro País se viven tiempos de cambio político y que después de la elección de 2018 la ciudadanía asumió el papel de gran elector para decidir quién nos gobierne, y no como venía sucediendo que sólo una élite política y económica decidía quién iba a representar y gobernar a las mayorías en este país, queda claro que intervienen intereses económicos y políticos que influyen en la conformación de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, puesto que de ello depende la seguridad y conservación de sus intereses. Así ha sido siempre y así seguirá por muchos años, al menos en esta etapa histórica que nos ha tocado vivir.
El eje articulador de toda relación social, al parecer, tiene que ver con todo lo relacionado al poder, al poder político en este caso, por una parte, en esa capacidad o potestad de decidir y ejercer autoridad desde las instituciones que representan al Estado, al gobierno en todos sus órdenes y representaciones, y por la otra, de elegir o remover a esas autoridades que nos representan en las instituciones.
Es decir, al poder que se otorga desde una democracia que se distribuye en los electores para elegir en mayoría. Sin embargo, en México tener el derecho de elegir no garantiza el poder que significa estar representado. En nuestra democracia podemos elegir quién decida, pero no necesariamente garantiza estar representados en las decisiones. Lo cual no es menor, pues en ello radica el poder de nuestra democracia, en las decisiones.
De ahí la importancia de preguntarnos a quiénes representa nuestra democracia en la realidad, porque si sólo representa a unos pocos, entonces estaríamos viviendo una situación de lo que se conoce como “ficción democrática”, un concepto acuñado por el historiador mexicano Francisco-Xavier Guerra, para explicar el mecanismo de elecciones controladas por el régimen que contribuía a la permanencia de Porfirio Díaz en el poder y sobre la importancia de la reivindicación de la democracia a inicios del Siglo 20.
El anhelo de una sociedad democrática en nuestro País ha estado presente por lo menos en los últimos 120 años. Existen muchas interpretaciones y conceptos sobre sociedades democráticas, pero si le damos un valor pragmático, que nos evite enredos teóricos, podemos apropiarnos de la idea del también historiador francés Pierre Rosanvallon, como aquellas basadas en procesos de implicación social -tanto colectiva como personal- en los asuntos comunes, que trasciende la separación entre gobernantes y gobernados propia de la democracia representativa. Propone ir más allá de la democracia deliberativa y participativa, por una democracia de apropiación, basada en la identificación de los actores y sus propósitos, por ejemplo, a la hora de elegir, evaluar y exigir cuentas.
Para el filósofo español, Daniel Inneraty, una sociedad democrática, es aquella en la que la ciudadanía muestra interés, disposición y capacidad de intervenir en la esfera pública. Aquella que se apropia de ese espacio público, en todo lugar y momento, en un ejercicio de responsabilidad democrática.
¿Y qué tiene que ver todo esto de la democracia con el poder y la política? Constituirnos en una verdadera sociedad democrática, nos permite tener acceso los beneficios del poder que se concentra en las instituciones del Estado, un poder que se ha mantenido años bajo el control de unos cuanto actores de la clase política, abusando de ese poder para beneficiarse, tomando decisiones que protegen y favorecen sus intereses por encima de los de la sociedad.
Es un error pensar que en cada elección se vota para que unos ganen y otros pierdan, para castigar o premiar a la clase política. Se vota ejerciendo un derecho, que nos otorga el poder para autorizar o desaprobar decisiones, comportamientos y desempeños en las instituciones públicas.
En realidad aquello que se persigue en cada elección, se encuentra en los beneficios que ofrecen las instituciones, en todos los niveles y actividades que garantizan nuestro bienestar. Por ejemplo en la educación, salud, seguridad, economía, justicia, cultura, y todas aquellas acciones del Estado mexicano que nos garantiza la confianza de “poder” estar bien y de renovar las posibilidades de desarrollo y civilización. Para ello fueron creadas y por ello se sostienen con las contribuciones que todos aportamos con los impuestos.
Democracia, es la distribución del poder que otorga el derecho que todos tenemos de recibir los beneficios que se han decidido por las mayorías, sin excluir, y sin conceder ventajas a nadie de las decisiones tomadas bajo criterios que ofrecen bienestar común a la población.
Después de más de 100 años de lucha por hacer de este país una nación cada vez más democrática y civilizada, se espera que las lecciones de nuestra democracia sean suficientes para distinguir a quién elegir en función de inteligencias colectivas, de una comprensión social que nos saque de la repetición de los ciclos y episodios de una historia que se repite, de una realidad convertida en un absurdo y tedioso círculo de lo tristemente predecible, que nos condena a permanecer en la expectativa de lo que pudo ser, sin haber aprendido la lección.
Hasta aquí mis reflexiones, los espero en este espacio el próximo martes.