La serás libre, o no existirás
11 mayo 2019
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El genial escritor alemán Michael Ende (1929-1995) es recordado por sus dos libros Momo y La Historia Interminable; ambos escritos en formato de libro infantil pero engañosamente profundos. Menos conocido es El Espejo en el Espejo (1984), una colección de cuantos cortos en donde explora diversas manifestaciones de la condición humana.
En uno de estos cuentos, Ende imagina a un actor listo para actuar, esperando que se levante el telón del escenario, pero éste nunca lo hace:
“Poco a poco la feliz excitación inicial fue dando paso a una profunda amargura. Tenía la sensación de que estaban abusando de él. Tenía ganas de echar a correr del escenario para quejarse enérgicamente en alguna parte, para gritar a alguien a la cara su desilusión, su rabia, para armar un escándalo. Pero no sabía muy bien a dónde tenía que correr.
Lo poco que veía del paño negro que tenía delante era su única orientación. Si abandonaba aquel lugar, andaría a ciegas en la oscuridad y perdería infaliblemente toda orientación. Y era muy posible que precisamente en ese instante se alzase el telón y sonase el golpe de timbal del comienzo. Y entonces estaría en un lugar totalmente incorrecto, con las manos extendidas como un ciego, quizás incluso de espaldas al público.
¡Imposible! La idea le hizo enrojecer de vergüenza. No, no, tenía que permanecer a toda costa donde estaba, quisiera o no, y esperar a que le diesen una señal, si es que se la daban. Así que estaba allí de pie, con una pierna cruzada sobre la otra, la mano izquierda colgando lacia, la derecha apoyada pesadamente en la cadera.
De tiempo en tiempo, cuando el agotamiento le obligaba, cambiaba de postura, convirtiéndose por enésima vez en su
imagen reflejada.
“En algún momento perdió la fe en que el telón se alzase alguna vez, pero al mismo tiempo supo que no podía abandonar su sitio, ya que no podía descartarse la posibilidad de que a pesar de todo se alzase, contra todo pronóstico. Hacía tiempo que había desistido de abrigar esperanzas o de irritarse. Sólo podía seguir de pie donde estaba, sucediera lo que sucediera.
Ya no le importaba su actuación, que se convirtiese en un éxito o un fracaso o que no tuviese lugar. Y como ya no le importaba nada su baile, olvidó uno tras otro todos los pasos y saltos. De tanto esperar, olvidó incluso por qué esperaba. Pero se quedó de pie con una pierna cruzada sobre la otra, ante sí el pesado paño negro que se perdía hacia arriba y hacia los lados en la oscuridad”.