La matanza del 2 de octubre, una huella imborrable

CMDPDH
07 octubre 2023

Mi infancia y adolescencia sucedieron en Tlatelolco, entre edificios con tonalidades rojas, amarillas y grises. Los pájaros cantaban desde las primeras horas de la mañana entre los muchos árboles que rodean aquella unidad habitacional. Los niños y niñas corrían entre los jardines, mientras que la Plaza de las Tres Culturas se llenaba cada fin de semana de familias enteras que paseaban con sus mascotas y disfrutaban de las vistas únicas que ofrece aquel lugar.

En esta plaza se puede distinguir tres épocas cruciales para la historia de México: la zona arqueológica (que alguna vez formó parte de la Gran Tenochtitlan), la iglesia de Santiago (como constante recordatorio de la Conquista española y su incesante necesidad de “sepultar” el pasado mexica) y el imponente edificio Chihuahua, parte del proyecto de modernización de la urbe capitalina del arquitecto Mario Pani, que más tarde describiría Carlos Monsiváis como “la utopía del México sin vecindades”, y similar al que no soportó el sismo de 1985 y cayó metros atrás. Tlatelolco atesora mucha de la historia de la Ciudad de México.

Algo que siempre me llamó la atención de esta colonia fue el ambiente de comunidad que se forma entre las vecinas y vecinos. Cerca de un 2 de octubre de hace algunos años, mientras caminaba por los corredores llenos de vegetación y un tanto deteriorados por el paso de los años, me encontré con una vecina que llevaba toda su vida viviendo en un departamento de la unidad habitacional; Margarita siempre estaba atenta de que nuestro edificio se mantuviera en las mejores condiciones posibles, ella daba constantes recorridos y era habitual encontrarla. En una de sus caminatas vespertinas se detuvo a platicarme su historia de aquel trágico día, quizá por la cercanía de las fechas.

El sol ya daba sus últimos rayos del día y en medio de los pasillos entre edificio 13 y 12, Margarita no logró contener el llanto al recordar cómo por ese mismo lugar en que estábamos paradas ella vio a decenas de estudiantes correr por sus vidas, mientras soldados y grupos paramilitares dejaban a los asistentes a la marcha del 2 de octubre tendidos en la plancha de la Plaza de las Tres Culturas tras ser alcanzados por las balas del fuego cruzado en el que quedaron atrapados. Ella misma, según me comentó, ayudó a algunos manifestantes que tocaron a la puerta de su casa para que pudieran esconderse. Nos cayó la noche durante esa conversación.

El 2 de octubre de 1968 está grabado en la memoria colectiva de México con tinta roja, la tinta de la sangre de los cientos de personas que respondieron al llamado para manifestarse en la Plaza de las Tres Culturas. Este barrio, enclavado en el corazón de la Ciudad de México, fue testigo de una brutal represión.

En aras de asegurar que los Juegos Olímpicos se llevaran a cabo sin contratiempos ni cuestionamientos sociales, el Presidente Gustavo Díaz Ordaz emprendió una cruel estrategia para silenciar las voces disonantes que pudieran eclipsar la competición internacional con problemas internos. Los cientos de estudiantes que se congregaron aquella tarde no imaginaban que estarían siendo acorralados por el Ejército, y que entre las filas de la manifestación se encontraban agentes al servicio del Gobierno, conocidos como el Batallón Olimpia, y que implementarían acciones mortales.

Mientras un grupo de estudiantes pronunciaba sus palabras de protesta, un helicóptero surcaba los cielos y, de pronto, arrojó una bengala que iluminó la oscuridad y desencadenó la masacre. El Batallón Olimpia, grupo paramilitar creado por el Gobierno, abrió fuego contra estudiantes y soldados, con el objetivo de sembrar la confusión y provocar una respuesta de las fuerzas armadas. Durante horas, personas, entre ellas estudiantes y maestros, fueron asesinadas a tiros desde todas las direcciones. En la iglesia que se alzaba frente a la Plaza se observaban francotiradores y desde el Edificio Chihuahua estudiantes eran sometidos a torturas y llevados a prisión o ejecutados.

Los tanques militares rodearon el espacio donde previamente la indignación y el espíritu de lucha estudiantil habían dominado. No hubo escape.

Los residentes de Tlatelolco fueron testigos de la desesperación de maestros y estudiantes que buscaban refugio en sus hogares para sobrevivir. Algunos habitantes de estas unidades habitacionales les brindaron protección, logrando así salvar muchas vidas. Sin embargo, en otros casos los militares ingresaron a las viviendas y se llevaron a los estudiantes, según lo relatan los vecinos que aún recorren esos pasillos. Fue un ataque despiadado contra aquellos que ejercían su derecho a la libertad de expresión y a la protesta pacífica.

Al caer la noche del 2 de octubre, el Gobierno se apresuró a borrar las huellas de sangre que atestiguaban el horror que había acontecido horas antes. Han pasado 55 años desde aquel trágico día, pero la herida sigue abierta, más profunda que nunca.

A lo largo de la historia, las fuerzas armadas de México han estado involucradas en los episodios más oscuros y han sido señaladas en numerosos casos de violaciones graves de los derechos humanos, e incluso crímenes internacionales. Pese a la narrativa actual del Gobierno, es imperante recordar que el Ejército sigue siendo el mismo, sus formas de operar no han cambiado, no existe algún proceso de justicia por lo sucedido aquel día en Tlatelolco.

Hoy en día, su poder es amplísimo y, al hablar del 2 de octubre, es imposible omitir el papel que desempeñó el Ejército, no sólo en la matanza de ese día, sino en la supresión de pruebas y en el intento de borrar la memoria a lo largo de los años. Los sucesivos gobiernos han blindado esta institución y permitido que la impunidad prevalezca hasta nuestros días. Incluso promueven campañas que glorifican la labor militar, presentando a sus miembros como héroes de la patria.

Cientos de relatos atestiguan el horror de aquel día, y es fundamental preservar espacios como el Memorial del 68, donde se detalla minuciosamente lo que ocurrió el 2 de octubre. Es clave recordar y aprender de la historia para evitar que tragedias similares se repitan en el futuro.

Ignorar el involucramiento del Ejército en esos hechos criminales sería negar la verdad y la justicia a las víctimas y sus familias. Al reflexionar sobre el papel del Ejército en la Matanza del 2 de octubre, debemos cuestionar el nulo control civil sobre las Fuerzas Armadas y la necesidad de salvaguardar los derechos humanos en todo momento. La Matanza del 2 de octubre es un recordatorio doloroso pero crucial de la importancia del Ejército en la historia de México. Recordar es honrar a las víctimas y, al mismo tiempo, es un compromiso con un futuro en el que eventos como este nunca vuelvan a suceder.

En mi corazón guardo el espíritu de lucha de mi madre, una mujer tlatelolca que cada 2 de octubre me tenía lista desde horas antes de la marcha para que una vez que a lo lejos se escucharon los primeros gritos de los grupos de manifestantes que venían desde el Metro Tlatelolco, bajáramos de prisa con nuestras pancartas y nos uniéramos entre aquellas personas que cada año se daban cita para recordar este doloroso hecho en nuestra historia. La indignación a lo que ha hecho el Ejército y cómo ha sido protegido, debe ser nuestro motor para no permitir que la impunidad perdure a lo paso de los años. La memoria es necesaria para que nunca más nuestros estudiantes y estudiantas sean silenciadas.

Mientras el Ejército siga siendo glorificado y protegido por los gobiernos que pasan a través de los años, la resistencia y la memoria social son necesarias. ¡2 de octubre, no se olvida!

La autora es Eva Avilés, licenciada en Relaciones Internacionales por la UNAM. Actualmente se desempeña como coordinadora del Área de Comunicación en la @CMDPDH.