La manifestación de la esperanza

Ana Cristina Ruelas
11 diciembre 2019

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@anaruelas

SinEmbargo.MX

 

Cuando uno sale a la calle a protestar es, muchas veces, por ausencia de respuesta del Estado, o porque las vías de comunicación con el poder se han cerrado o simplemente no existen. Las personas toman el espacio público para llamar la atención sobre una situación dolorosa, indignante, injusta o para fijar una posición (política o no).

Las protestas históricamente son un medio de expresión para los no privilegiados, y un derecho que facilita la exigencia de otros. Esto no quiere decir que aquellas personas que gozan de diversos privilegios no puedan manifestarse, pero sí que en ocasiones tienen la oportunidad de sentarse en la oficina de quienes ejercen el poder y no necesitan salir a la calle.

Es también por esto, que las manifestaciones han marcado los momentos en que los derechos han avanzado. Si no hubiera sido porque las sufragistas a inicios del Siglo 20, además de muchas otras acciones, se manifestaron en diversas partes del mundo -e incluso cometieran actos disruptivos- hoy las mujeres no podrían votar. Tampoco habría posibilidad de matrimonios entre el mismo sexo si no fuera por la lucha y el grito de la comunidad LGBTTTI para avanzar hacia la igualdad y exigir el reconocimiento jurídico de sus derechos. Mucho menos se habría tenido la posibilidad de presenciar y vivir la aprobación de una Reforma en el estado de Oaxaca que le da legalidad al derecho a decidir de las mujeres sobre su cuerpo y su maternidad.

Las mujeres, la comunidad LGBTTTI, las personas en condiciones de pobreza y en situación de movilidad humana, así como cualquiera que por condiciones estructurales, ha sido apartado del privilegio, han tenido que luchar y expropiar (a veces por la fuerza) parte del espacio cívico para poder participar y decidir sobre sus propias vidas. A comparación de otros, estas poblaciones, no han sido sujetas de derecho desde los inicios de la historia, el espacio no ha sido de ellas, y por esto todos los días significan una lucha para la reivindicación y el reconocimiento.

Por su parte, los privilegiados siempre han defendido la titularidad de ese espacio y han tratado a través de las formas más viles y violentas propiciar la retirada y provocar el confinamiento para mantener la marginación. De esta manera, quien goza de privilegios se indigna porque un grupo de mujeres, hartas de la violencia, pinta el Ángel de la Independencia o el Hemiciclo a Benito Juárez, sin embargo, es omiso al exigir justicia y políticas de igualdad entre hombres, mujeres y otras identidades. Les parece ofensivo e incluso difamatorio que un movimiento de mujeres señale a través de las redes sociales con nombres y apellidos a quienes acosan, pero no se hace nada para modificar las políticas de inclusión y denuncia dentro de los espacios de trabajo, académicos e, incluso, familiares.

Cuando uno toma las calles confía en el poder de la expresión para transformar a la sociedad. Por esto es tan relevante escuchar en diversas partes del mundo y en diversas lenguas a las mujeres que cantan “la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía, el violador eres tú”; porque le ponen nombre al violentador y a la violencia; porque responsabilizan a aquellos, incluyendo al Estado, que por mantener su privilegio pugnan por la impunidad; porque la esperanza por sobrevivir está ahí; porque juntas las mujeres han logrado que el mundo escuche que el abuso que se vive no ha cambiado a pesar de las democracias y una supuesta garantía a los derechos humanos. La sociedad, los medios de comunicación y el gobierno, tienen la responsabilidad de responder. Ya no hay cabida para la negación y la omisión. El canto es la manifestación de la esperanza que genera el unísono de miles de voces que exigen lo mismo: igualdad, justicia y no violencia.