La insurrección golpista
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Arturo Santamaría Gómez
santamar24@hotmail.com
Los sistemas políticos no surgen ni se mantienen al margen de sus estructuras sociales, económicas y culturales. La política, en la que los partidos juegan un papel central, es un campo que interactúa con otras arenas de la sociedad; por lo tanto, los políticos, es decir, los agentes de la política, incluyendo en primer lugar a sus líderes, son una representación personalizada de expresiones colectivas que emanan de una dinámica tejida entre los diferentes campos o estructuras sociales.
En este sentido, los líderes, léase Trump, Putin, Boris Johnson, Justin Trudeau, López Obrador, Merkel, Macron, Bolsonaro, o el que ustedes quieran, son la representación individual de grandes colectividades actuantes y con una visión más o menos homogénea de la sociedad, en un momento histórico concreto. Ninguno de ellos es un accidente, una casualidad o un azar de la sociedad. Y, a la vez, ninguno de ellos puede expresar o representar los intereses del conjunto de la sociedad. Podrán representar mayorías o a grandes conglomerados pero ninguno es la encarnación de la totalidad de las capas sociales.
Lo anterior es muy obvio y se constata fácilmente cuando vemos que aun en las sociedades más cerradas y con sistemas políticos totalitarios, es decir, donde constitucionalmente solo existe un partido político, no hay libertad de expresión, no hay sociedad civil, los jefes de Estado son cuasi eternos, no hay división real de poderes, etc., inclusive ahí, hay diferentes formas de pensar, diferencias sociales, intereses de grupo y lucha política soterrada, como lo podemos ver en China, Cuba y Corea del Norte; o incluso en Rusia, donde formalmente se permite que actúen otros partidos diferentes al gobernante.
Las democracias liberales históricamente paradigmáticas, como Inglaterra, Estados Unidos y Francia, las más antiguas y sólidas en el mundo, han exhibido una estabilidad y longevidad envidiable, en el caso de Inglaterra y Estados Unidos de más de dos siglos. No obstante, las tres, pero sobre todo la francesa y la estadounidense, ya experimentan serias turbulencias que ponen en duda el perfil que han mantenido a lo largo de muchas décadas.
La crisis política que en estos días se observa en la casa del Tío Sam en gran medida es resultado de que la distribución de la riqueza nunca había sido tan desigual entre sus diferentes capas sociales y regiones de su territorio. Si bien las poblaciones afroamericana, latina y nativoamericana, han recibido tradicionalmente en promedio una renta muy inferior a la población blanca, en las tres décadas más recientes los trabajadores industriales blancos de mayores ingresos, antes que ningún otro sector, han visto perder millones de plazas de trabajo y han padecido un descenso muy significativo en sus salarios, tanto por la robotización del trabajo como por el traslado de miles de empresas a otros países. Las gigantescas corporaciones de Estados Unidos, y de otras partes del mundo, en búsqueda de mayores ganancias, han globalizado y automatizado gran parte de la producción y la comercialización de sus productos.
El deterioro permanente de sus condiciones de vida, que antes fueron privilegiadas, si las comparamos con la mayoría de las clases trabajadoras de los cinco continentes, los ha llevado a reforzar el racismo y el chovinismo que por siglos ha existido en amplias capas de la sociedad estadounidense. Culpan a otros países, como China, Rusia, México o Centroamérica, a los inmigrantes, sobre todo mexicanos y centroamericanos, o a otros grupos étnicos de su propia nación, como los afroamericanos y latinos, de sus grandes males.
La población de la que estamos hablando constituye el grueso de la base social de Donald Trump. Si bien, grandes magnates y amplios sectores de las clases medias blancas, y también grupos de las minorías étnicas, respaldan al hombre de la cabellera naranja, son los trabajadores blancos en creciente descenso social su plataforma más amplia y su expresión ideológica y política más radical. Son justamente los que tomaron por asalto el Capitolio en la capital de Estados Unidos. Creen cada vez menos en la democracia liberal.
Y creerán cada vez menos, mientras más se profundice el deterioro de sus condiciones de vida, y creerán más en las movilizaciones y acciones por fuera de las instituciones establecidas. Planeadas o espontáneas habrá más rebeliones civiles e insurrecciones como las que recientemente observamos.
La lección estadounidense es nítida a los ojos de quien la quiera ver: las capas sociales afectadas por la globalización neoliberal optarán por líderes que, a la derecha, como Trump, o la izquierda, como Sanders, les ofrezcan propuestas de gobierno que los beneficien a ellos. Pero, cuando la lucha política institucional limite sus aspiraciones recurrirán cada vez más a la lucha extra institucional.
Es pues evidente, que no puede haber estabilidad política si no hay estabilidad social y desarrollo económico incluyente ni en un país desarrollado, ni en uno subdesarrollado o en vías de desarrollo.
En México, los partidos opositores a Morena no encuentran claros programas alternativos de gobierno para las capas sociales subalternas beneficiadas por la 4T. Y mientras no los encuentren, por más fallas que cometan los morenistas, difícilmente los sacarán del poder. Y tengan por seguro que también entre ellos habrá quienes busquen el poder por las vías no institucionales.