La imparable marcha militar

Jorge Javier Romero Vadillo
16 mayo 2020

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SinEmbargo.MX

 

Pocos actos del actual Gobierno han sido tan contradictorios con las ofertas que en campaña hizo López Obrador como el avance del control militar de la seguridad. Como líder opositor y como candidato, el ahora Presidente insistió una y otra vez en que los soldados y marinos debían volver a sus cuarteles, en apego al artículo 129 de la Constitución. De hecho, esa oferta le granjeó el voto de muchas personas críticas con el proceso de avance del poder de las fuerzas armadas en el País, no solo por su carácter inconstitucional sino, sobre todo, por ser una política fallida que ha mostrado ser absolutamente ineficaz para garantizar la seguridad y reducir la violencia.

Los datos son muy conocidos: 2007 fue el año más pacífico de la historia de México desde la independencia en 1821. Nunca hubo tan pocos homicidios y no se trató de un año excepcional, sino de la culminación de una tendencia constante a la baja que había comenzado desde el gobierno de Lázaro Cárdenas, pero que se había consolidado a partir del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el paladín del neoliberalismo, némesis de López Obrador hasta que fue desplazado por Felipe Calderón. Fue este último quien, en un acto de irresponsabilidad criminal de consecuencias aterradoras, decidió usar al Ejército, primero, y a la Marina, más adelante, para enfrentar a las organizaciones criminales que se habían fortalecido gracias a la prohibición de las drogas.

Desde el principio quedó claro que el uso de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública era inconstitucional. Los propios comandantes militares estaban conscientes de ello y exigieron, una y otra vez, un marco jurídico que los protegiera, sobre todo frente a posibles acusaciones ante el sistema internacional de justicia por violaciones a los derechos humanos derivadas de sus actuaciones, pues tanto su entrenamiento como sus estrategias para llevar a cabo las tareas encomendadas han tenido un carácter bélico, una lógica de guerra, muy distinta a lo que debe imperar en la política de seguridad en una democracia constitucional, como la que se supone que es México.

Los defensores de la extensión generalizada de la actuación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad han insistido en que se trata de algo necesario, debido a la incapacidad de las fuerzas civiles para hacerle frente al reto inmenso que supone la presencia de las organizaciones de la delincuencia organizada, aun cuando se trata de una profecía autocumplida: los cuerpos civiles son incapaces de garantizar la seguridad y contener la violencia porque han sido desmanteladas las antiguas estructuras que vendían protección a cambio de paz, pero sin ser sustituidas por corporaciones profesionales, bien capacitadas, con recursos suficientes y cercanas a la población y, en cambio, sus tareas han sido asumidas de manera beligerante por los soldados y marinos.

Más allá de la constitucionalidad de la estrategia militarista, el hecho incontrovertible es que ha sido un gran fracaso. La intervención del Ejército y la Marina ha ido en aumento de manera constante durante los últimos 13 años, sin que la violencia y la inseguridad hayan remitido. Por el contrario, año tras año vemos crecer la tasa de homicidios, que ya se acerca a los 30 por cada cien mil habitantes, mientras abundan los testimonios y los registros de uso excesivo de la violencia y las altas tasas de letalidad de la intervención militar han sido ampliamente documentadas por diversos estudios.

La presión de la cúpula de las fuerzas armadas para legalizar su actuación, y con ello cubrirse las espaldas por sus excesos, llevó a la presentación de diversas iniciativas para regular su actuación, pero sin cumplir con los preceptos constitucionales, que en estricto sentido solo hubieran podido tener sustento como reglamentación del artículo 29, lo que implicaría establecer su carácter extraordinario y limitado, bajo la estricta vigilancia del Congreso de la Unión, con plazos establecidos. Las sucesivas iniciativas de Ley de Seguridad Interior quisieron extender un concepto que aparece de manera incidental y confusa en el texto constitucional, hasta la que finalmente fue aprobada al final del sexenio pasado una versión que fue después declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia.

A pesar de sus promesas, el Presidente de la República dio un giro en su actitud frente al Ejército incluso antes de tomar posesión y en cuanto se hizo con las riendas del Gobierno impulsó la creación de la Guardia Nacional como una fachada para mantener la presencia militar. En el proceso de reforma constitucional necesario para la institución del nuevo cuerpo avanzó el criterio de que se trataría de un órgano civil, que absorbería y sustituiría a la Policía Federal, mientras que en el artículo quinto transitorio del decreto de reforma se estableció un plazo de cinco años para mantener la intervención militar, pero de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria.

Ya sin necesidad de contar con la oposición para aprobarla, en la Ley Orgánica del nuevo cuerpo se abrieron resquicios para su integración militar, por lo que la creación de la Guardia Nacional ha sido en buena medida un acto cosmético, un cambio en los uniformes y la imagen de los soldados y marinos que la integran, mientras que se desmanteló a la Policía Federal, en la que se habían invertido recursos ingentes para que fuera un cuerpo profesional bien capacitado, aunque después se le abandonó durante todo el Gobierno de Peña Nieto. Pronto la flamante corporación acabó convertida en una policía migratoria encargada de contentar a Donald Trump, mientras el Ejército y la Marina seguían haciendo lo mismo que en los dos sexenios anteriores.

Ahora, con un acuerdo presidencial, se pretende legitimar lo que ya fue declarado inconstitucional por la Suprema Corte: la presencia militar sin controles civiles. Tampoco se justifica el carácter excepcional, temporal y estrictamente necesario de la intervención, ni establece mecanismos de fiscalización independientes. Ahora el único límite es el plazo de cinco años, que concluirá en abril de 2024, que obliga a que para entonces los militares regresen a sus cuarteles, pero el acuerdo no establece ningún mecanismo para garantizar que el plazo se cumpla. El sueño de Calderón realizado por la voluntad presidencial de López Obrador.