La hora de los generales
Estos últimos días han aparecido dos declaraciones preocupantes a propósito del papel de las Fuerzas Armadas en la vida nacional. La primera, obviamente, es la intervención del Secretario de la Defensa en las ceremonias del 20 de noviembre. La otra es del propio López Obrador, sobre las razones por las cuales decidió entregarle el Tren Maya y el nuevo aeropuerto al Ejército.
No tiene sentido reproducir la intervención del General Luis Crescencio Sandoval. Dice lo que dice: llama al país a sumarse al proyecto de transformación en curso, es decir, al proyecto de López Obrador, de Morena y de la 4T (suponiendo que algo así exista). Da algunas razones que justifican su prédica, y describe algunos ámbitos en los que debe darse el apoyo que solicita. No tengo ninguna duda de que se trata de una violación al principio de neutralidad o del carácter apolítico de las fuerzas armadas. No se si constituye también una violación al artículo 17 de la Ley de Disciplina del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos, que reza así: “Queda estrictamente prohibido al militar en servicio activo, inmiscuirse en asuntos políticos, directa o indirectamente...”. En un país normal, la interpretación de este artículo y su aplicación (o no) a lo declarado por Sandoval, en vista de las protestas del PAN y del PRD, se vería sometido a un fallo del Poder Judicial. Huelga decir que eso no va a suceder en México, pero vale la pena apuntar el dilema.
La lealtad de los militares, en democracia, no es con el comandante en jefe, sino con la Constitución vigente. En la gran mayoría de los casos, los momentos y los países, no existe diferencia entre lo uno y lo otro. Pero no siempre es así. En ocasiones, los militares, siempre para mal, deciden que un Presidente está violando la Constitución o los “altos intereses de la patria” y se sublevan: contra Allende, contra De Gaulle, contra Chávez, contra Goulart. A veces, como en tiempos más recientes, al considerar que el Presidente está violando, o pueda violar la Constitución, toman medidas para evitarlo, sin llegar al golpe de Estado. O renuncian. En ambas hipótesis, casi siempre para bien.
Fue lo que aparentemente aconteció en Estados Unidos en el ocaso de la Presidencia de Trump. El Jefe del Estado Mayor Conjunto, el General Mark Milley, quien de acuerdo con las versiones publicadas por Bob Woodward y no desmentidas por Milley, operó para que cualquier orden militar dictada por Trump en diciembre y enero del 2020 que pudiera detonar un conflicto militar con otro país pasara por una cadena de mando que lo incluyera a él, para evitar su cumplimiento. Asimismo, según The New York Times, varios jerarcas militares norteamericanos se opusieron a la ocurrencia de Trump, al inicio de la pandemia, de enviar 250 mil tropas a la frontera con México para sellarla. Por último, Trump despidió a Mark Esper, Secretario de Defensa (civil), porque se opuso a la posible utilización de tropas del Ejército por Trump en las calles de Estados Unidos para controlar las protestas de Black Lives Matter en el verano de 2020.
De la misma manera, en Brasil, a pesar de la creciente militarización del gobierno de Bolsonaro, los soldados del país pusieron un límite cuando el Presidente despidió al Ministro (militar) de la Defensa en marzo pasado. Renunciaron simultáneamente los jefes del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea. Según El País, “La renuncia de los jefes militares es atribuida a las presiones de Bolsonaro para que se pongan de su lado en las batallas políticas...”
Hay una explicación, y una pregunta que surgen de las declaraciones de Sandoval. La explicación es evidente: a pesar de cierto descontento entre los oficiales en retiro, y de algunos en activo que no pertenecen a la generación de Sandoval ni a la élite que maneja hoy el presupuesto de las FFAA, en general impera un ambiente de jauja en las filas castrenses por las enormes cantidades de dinero que los toca “administrar” bajo la Presidencia de López Obrador. Muchos están “remando”, y hay que decirlo. La pregunta la formuló con precisión Aguilar Camín: “Y si no ¿Qué? ¿Qué me va a pasar si no me sumo, porque no quiero sumarme? (el caso de 52 por ciento del electorado mexicano, según los resultados de las elecciones de junio)”.
El otro pronunciamiento es igual de preocupante, en el fondo. Aunque ya lo había dicho antes, el 4 de noviembre López Obrador declaró más enfáticamente, según Reforma, que el Tren Maya y el Aeropuerto Felipe Ángeles fueron entregados “en custodia” al Ejército para que no se privaticen. Fueron “blindados, porque si regresan los neoliberales van a querer privatizar lo que no les alcanzó el tiempo de entregar”. ¿Qué tal si en el 2024, o el 2028, un candidato a la Presidencia hace campaña con la exclusiva consigna de privatizar el Tren Maya y el AIFA (suponiendo que alguien los quisiera comprar), y es electo, y además llega con mayorías en ambas cámaras? ¿Qué pasa entonces? ¿Tiene derecho a privatizarlos? ¿Estará de acuerdo el Ejército, o el blindaje aguantará? ¿Es legal y democrático colocar a las FFAA como guardianes de una política pública que por definición puede ser revertida si los votantes así lo deciden (como con la reforma eléctrica de AMLO vs la de Peña Nieto)? ¿O se trata más bien de transformar a los militares en guardianes ya no de la Constitución, sino de un proyecto político que obtuvo una mayoría de votos en 2018, pero que puede perderla en cualquier elección? ¿Están de acuerdo todos los generales y almirantes con esta demencia?