La guerra que desató Calderón continúa
En 2008 Alba Guillermo Prieto, tal vez la mejor periodista de México y Latinoamérica, y descendiente del héroe de la Reforma, visitó Ciudad Juárez por varios días en ejercicio de su profesión. Entonces yo era visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, autodesignado para investigar los delitos que cometía el Ejército, y tuve la oportunidad de platicar varias ocasiones con ella, de apoyarla en algunas gestiones y acompañarla a algunos cafés y restaurantes de la ciudad.
Precisamente durante una de aquellas, para mí, memorables comidas, platicamos sobre lo que empezaba a suceder en la ciudad: el inicio de la guerra entre el Cártel de Juárez y el de Sinaloa, con la presencia invasiva del Ejército, entonces bajo el mando de los generales Juárez y Espitia; aun cuando ella había reportado y escrito sobre situaciones críticas y muy violentas en el ámbito nacional e internacional, con énfasis en Latinoamérica, estaba muy interesada en analizar lo que empezaba a suceder en Ciudad Juárez.
Eran el mes de abril o mayo de 2008 y después de obtener información sobre lo que pasaba y con la sabiduría que siempre la acompañó, me dijo: “Aquí sucede algo atípico, estas guerras entre cárteles, como la que se dio en Colombia, son guerras cuyos combatientes en el frente de batalla son jóvenes de origen muy humilde que forman una especie de tropa, conducidos a larga distancia por los verdaderos capitanes de la droga, sus señores de la guerra”.
“Aquí en Ciudad Juárez, según veo las noticias, el perfil de los combatientes es diferente, son tipos muy bien vestidos, con armas de lujo, con camionetas último modelo; es la élite de los cárteles combatiendo entre ellos, esto no es normal en las guerras del narcotráfico. Sólo te diré que, si esta guerra continúa, pronto cambiarán los perfiles de los combatientes y el Ejército va a tardar tiempo en alcanzar un aceptable grado de eficacia”.
Tuve el placer de acompañarla por la ciudad y por la vecina comunidad de El Paso un par de días más; me regaló un libro escrito sobre las crisis en Colombia, Al pie del volcán te escribo, y yo le envié uno dedicado a Esther Chávez Cano; la dejé en el aeropuerto y me incorporé a mi trabajo habitual.
Efectivamente, no pasaron dos meses cuando se registraron las primeras masacres de jóvenes muy pobres y adictos, y de vendedores callejeros de droga; y después de la primera ronda de homicidios de alto perfil se presentaron un caudal de ejecuciones que, en ese primer año, elevó la tasa de homicidios anual de 200 en promedio, hasta mil 600.
¿Qué había sucedido? En aquel tiempo no lograba explicarlo, pero 10 años después sí puedo imaginar la razón del por qué empezó la guerra y por qué, después de ser una guerra de objetivos personalizados, se convirtió en una guerra para aniquilar al adversario.
Antes de que Felipe Calderón declarara la guerra al narcotráfico, había en el país menos de 10 organizaciones dedicadas al trasiego de droga entre Colombia y Estados Unidos, y dado que los grupos delictivos sólo enfrentaban a sus adversarios y a la acción policiaca, que en México era y sigue siendo muy poco eficaz, la élite de los cárteles podía sobrevivir y continuar con sus negocios ilícitos con un equipo de protección y seguridad compuesta por sicarios profesionales muy eficaces y bien pagados que cuidaban a los jefes de manera puntual sin mayor problema.
Esto a mí me consta, no me lo platicaron, pues llegué a esta ciudad en 1957 y viví en el barrio Bellavista, en el territorio de la gran jefa de la distribución de droga de aquel entonces, Ignacia viuda de González, “La Nacha”; sabíamos donde vivía y sabíamos que era imposible acercarse a sus sitios de venta porque un grupo de entre 15 a 20 feroces hombres, sus guardaespaldas, seleccionaban quién podía pasar y quién no. La mayoría de quienes vivían en el barrio eran trabajadores que cruzaban diariamente la frontera, mientras que los clientes de “La Nacha” eran, en su mayoría, soldados de Fort Hood y veteranos de la Segunda Guerra que venían a atender sus adicciones.
También conocí a los sucesores de ella en los 70 y a los primeros grandes jefes del narcotráfico de los 80 cuando la Dirección Federal de Seguridad, dependiente de la Secretaría de Gobernación, se dedicaba a perseguir a los políticos de oposición y a proteger los envíos de cocaína que venían desde Colombia.
Uno de los jefes locales del narcotráfico, Rafael Aguilar, era el delegado de la Dirección en Ciudad Juárez, y Amado Carrillo era el más alto mando de la Policía Federal en Ojinaga; Gilberto Ontiveros, “El Greñas”, era el líder del sector más populachero de los barrios de la ciudad mientras Rafael Muñoz, un hombre discreto, era el enlace con Sonora y con California. Cada uno de estos grupos contaba con un selecto cuerpo de protección.
Al terminar los 90, se logró consolidar como cártel único el de la familia de Amado Carrillo, y se presentó como dueño de la plaza el Cártel de Juárez; su cuerpo de seguridad, su brazo armado, era La Línea, un grupo de unos 300 hombres con poder, tan infiltrados en la Policía que la mayoría eran agentes policiacos municipales o de investigación de la Procuraduría General del Estado, y protegían el desarrollo de los negocios del Cártel de Juárez y evitaban que otros competidores usaran los 200 km que abarca la frontera del oriente al poniente de la ciudad, utilizada para el trasiego de droga a Estados Unidos.
Precisamente porque no se trataba de una guerra, sino de grupos profesionales de seguridad y vigilancia de negocios mercantiles, no se daban enfrentamientos brutales entre los diferentes cárteles; la zona más violenta de la frontera era Tijuana por la disputa familiar entre “El Chapo” Guzmán y los Arellano Félix, pero aun así no podemos hablar de una confrontación masiva. Ya en aquel entonces, en Ciudad Juárez el promedio de homicidios anuales era muy alto en comparación al promedio nacional, con alrededor de 200 homicidios para una ciudad de alrededor de un millón de habitantes, una tasa de 20 homicidios por cada 100 mil habitantes.
Pero entre septiembre y octubre del 2007 se dio una ruptura en el seno de La Línea y la banda de Los Aztecas, ambas integrantes de la familia Carrillo Fuentes, y un sector de La Línea fue cooptado por el Cártel de Sinaloa, que le empezó a disputar la plaza al Cártel de Juárez. Esto, que era inexplicable en aquel entonces, ahora sabemos que era parte de una estrategia general alimentada por la propia Secretaría de Dirección Pública Federal al mando del ingeniero Genaro García Luna, en concordato con el Ejército.
Al parecer la estrategia de Calderón de declararle la guerra al narcotráfico era más bien una estrategia de administración del crimen organizado bajo la teoría de que era más fácil controlar a un solo cártel que a seis, ocho o 10 cárteles relativamente autónomos, y el cártel predilecto de los hombres del Presidente era el Cártel de Sinaloa.
Esta primera parte de la guerra entre el Cártel de Sinaloa y el Cártel de Juárez se dio entre grupos de sicarios profesionales, los cuerpos de seguridad del Cártel de Juárez que se habían dividido, por eso cuando Alba Guillermo Prieto vino a Juárez con su ojo experto, advirtió que los muertos de esos días no correspondían a una situación de crisis que ameritara la presencia del Ejército nacional.
Tenían razón quienes acusaban al Ejército de entonces de ser aliado del Cártel de Sinaloa y de provocar que la confrontación de baja intensidad de los sicarios se convirtiera en una guerra en toda forma, orillando a los cárteles a transformar sus grupos reducidos de sicarios en un ejército de defensa y ejecución; ambos cárteles iniciaron con un reclutamiento generalizado de jóvenes humildes, desaparecieron las pandillas de los barrios y en su lugar se establecieron comandos de delincuentes que vigilaban el territorio. La necesidad de mantener un ejército los llevó a diversificar sus actividades, integrando la extorsión, el cobro de piso y los secuestros y las ejecuciones por encargo, y extendiendo la trata de personas a mayores dimensiones.
En cinco años, Ciudad Juárez registró más de 10 mil muertos y se paralizó buena parte de la economía local, sobre todo del ramo de servicios.
Entre el 2013 y 2014 vivimos relativamente en paz, pero al acercarse de nuevo el cambio de Gobierno estatal incrementaron los enfrentamientos entre cárteles contendientes y la tasa de homicidios volvió a crecer desmesuradamente; los últimos tres años hemos tenido más de mil homicidios anuales.
Tratamos de explicarnos cómo es que no pueden los gobiernos del estado, municipal o federal controlar estos niveles de violencia, y otra vez la sabiduría de Alba Prieto nos permite arriesgar una respuesta: la embestida de Calderón contra una parte del narcotráfico generó un cambio cualitativo en la confrontación violenta de baja intensidad y de intención selectiva, convirtiéndola en una confrontación generalizada similar a una guerra civil; ya no pelean entre sí pequeños grupos de sicarios, sino verdaderos ejércitos organizados y ordenados con diferentes grados de mando, con tropas y estrategia militar (así actúan en la zona de Guerrero, Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Sinaloa, la Sierra de Chihuahua y también Ciudad Juárez, donde están presentes por lo menos tres cárteles), y ya interesados no sólo en el cruce por la frontera sino en el enorme mercado local que representan los jóvenes sin proyecto de vida y los trabajadores explotados.
La guerra desatada por Calderón se ha convertido en un prolongado conflicto civil, y por eso, porque quiero que se investigue a fondo, que se conozca con precisión y que se castigue a los culpables, si es que todavía viven y se les puede castigar, yo votaré sí en la Consulta Popular del primero de agosto. Necesitamos saber por qué Calderón convirtió un combate de pandillas en una guerra civil de exterminio.