La Gaba
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Él quedó prendado desde adolescente, daba vueltas alrededor de su casa para poder mirar de lejos a esa niña. Allí vivía esa extraña belleza que lo acompañaría toda la vida. Pero quizá la palabra acompañar no sea justa. La intrigante Mercedes Barcha, de ojos oscuros que se iluminaban con las gracejadas de él, ¡ay, Gabito!, le decía como queriendo recuperarlo para la seriedad, fue mucho más, un verdadero pilar.
Cuando al Gabo y a Fuentes les daba por recitar a dúo a Quevedo, una emoción profunda e inocultable la invadía, sabía de la excepcionalidad de su marido sin que eso la hiciera levitar. Por el contrario, era un anclaje vital que no cedía en su firmeza. Allá en la casa de Fuego se tropezaba uno con triciclos y carritos porque La Gaba fue esposa, madre y abuela como su gran prioridad. Pero que eso no engañe al lector. Lo fue sin desdoro de ser una mujer muy interesante, inteligente y aguda.
Gran lectora de periódicos, desde temprano seguía noticiarios, comentarios, artículos, de hecho, en mucho, ella lo mantenía informado. En alguna ocasión le pregunté al Gabo y cómo le haces para producir literatura y además periodismo, su otra gran pasión, escribía en Proceso. No leo los periódicos antes de mediodía, son demasiado poderosos, me atrapan, me embrujan, me imponen su ritmo y frenesí. Pero La Gaba sí los leía y encontraba los matices. No era su compañera en el sentido tradicional de la palabra, entre ellos había cierta deliciosa complicidad. A veces, normalmente en domingo, llegaban a casa porque los hijos Rodrigo y Gonzalo ya habían volado con su vida a otros destinos y la casa de los Gabos se sentía sola, y los buscábamos y si los Fuentes, Silvia y Carlos, andaban en México, era un excelente pretexto para entregarse a una larga conversación. La Gaba, con aire de matrona, pedía su wiski, se apoltronaba en un sillón, encendía su inseparable cigarro y comenzaba a hablar... de política. Muy informada, muy intuitiva, preguntaba sobre los personajes. Su búsqueda era muy clara: quería saber qué ocurría en los pasillos del poder, le interesaba para no caer en engaños, era muy desconfiada.
Fue esa misma mujer la que apostó todo por el amor de su vida, la que defendió el aislamiento de su esposo en su antigua casa en Calle de la Loma 19, en el sur de la ciudad y que hoy alberga proyectos dentro de la Fundación para las Letras Mexicanas. Allá llegaban los amigos de entonces como los Mutis, Carmen y Álvaro, con algunas viandas y vino porque los García Márquez pasaban por una etapa de estiaje económico. Fue ella la que habló con su casero, don Luis Coudurier, y le pidió una moratoria hasta que Gabo terminara de escribir el texto que había de llamarse Cien años de soledad. Ella confiaba ciegamente en su talento, sabía que habría de triunfar, alimentaba su cuerpo y su alma con un hogar verdadero. Así La Gaba, con su sencillez a prueba de todos los premios, nunca olvidó su origen, su Colombia tropical, porque era de allá, pero estaba aquí, su corazón oscilaba en cariños divididos. Amiguera, cultivó amistades en Ciudad de México y se daba tiempo también para acompañar al Gabo al Bohemian Bar del Polyforum donde se sentían como en casa o a cenar con Serrat y Sabina. Porque Gabo estaba incompleto sin La Gaba, algo le faltaba, extrañaba sus suaves regaños y sus sonoras carcajadas.
Cuando los días nublaron la salud del Gabo ella siguió navegando por la vida con una fortaleza que le salía de la entraña. Nunca pretendió ser una compañía grata, no le importaba. Su seguridad era tal que sabía callar cuando las conversaciones no iban a ninguna parte. La vida social con sus enredos, por ejemplo, las invitaciones a las embajadas, no eran lo suyo. Prefería la tranquilidad de su casa y la plenitud de su compañero de vida en cuya obra se pasea oronda.
Fuerte, aplomada, segura, su alegría profunda no necesitaba de las sonrisas. Los vimos en Cartagena bailando un sensual ballenato. Eso deben estar haciendo ahora. Adiós, querida Gaba.