La extraña visita que recibí en una casa de la colonia Juárez
Jamás había visto, sentido o escuchado algo en esa vieja casa que me incomodara.
Y sé que es vieja, porque me contaron que la construyeron los abuelos de mi suegra en tiempos en que Mazatlán apenas se expandía.
Y sé además que la colonia Benito Juárez en Mazatlán es una de las más antiguas del desarrollo poblacional que no pertenecía al sector turístico.
Hoy todavía pueden hallarse en el sector una plazuela, un kiosko, un mercado y hasta un lienzo charro en el que se divertían los mazatlecos de antes.
Esa zona, entre subidas y bajadas, es famosa para los visitantes del puerto porque ahí en la punta de la loma principal se encuentra la barandilla de la Policía Municipal en la que seguramente muchos conocerán después de que fueron detenidos por hacer desmadre en noche de fiesta o por mear en la calle.
La casa de esta historia además te hace imaginar como si entraras en la casa de doña Consuelo y Aura, del libro de Carlos Fuentes.
Muebles y cuadros viejos pero limpios y muy bien cuidados. Una biblioteca de cientos de libros en la sala, decenas de figurines de yeso o de porcelana, manualidades, óleos que por su edad ya pueden llegar a perturbar y una atmósfera de mucha tranquilidad y calidez por sus ocupantes.
La casa es de dos plantas, se entra por un pequeño porche que se conecta a un pasillo de servicio, que está protegido por un barandal de metro y medio y adornado con muchas plantas.
La puerta principal es pesada porque está hecha con tiras de madera barnizada.
Una vez dentro, la sala conecta con dos pequeñas habitaciones y con las escaleras que dan a la segunda planta y te lleva a una tercera habitación. Luego sigue un patio, en donde conectan dos habitaciones más.
La posición de la casa y las construcciones con las que colinda apenas permiten entrar la luz solar por menos horas.
Recuerdo que la habitación en la que solía hospedarnos la tía de mi novia está en la segunda planta, pero les quiero contar lo que pasó cuando llegamos después y alguien nos la ganó, y tuvimos que acomodarnos en la única habitación disponible junto a la sala.
Esa habitación tiene características también particulares, como que sus únicas ventanas, que están cubiertas por una gruesa cortina de color verde, dan a la cocina-comedor y no directamente al patio.
Nos fuimos a dormir esa noche con algo de frustración, porque quien visita Mazatlán espera mantener la fiesta por mucho tiempo, pero ese sábado pasaron una serie de situaciones que nos impidieron salir: algunos amigos cancelaron de último momento, no hubo un automóvil disponible, era probable regresar de madrugada y eso importunaría a la tía que vivía en la casa.
Por eso decidimos sólo salir a cenar, pero luego las cosas se agravaron cuando el internet y el servicio de televisión por cable simplemente comenzaron a fallar.
El sueño debe haberme vencido poco después de la medianoche; yo dormí pegado a la pared, el lugar más alejado de la puerta de entrada del cuarto, por culpa de una manía de mi novia de sentir ahogo si no dormía del lado libre de la cama.
Ya en la madrugada, me despertó un fuerte dolor por las ganas de ir al baño, abrí los ojos y me topé con una oscuridad casi total. Me ubiqué y no quise moverme bruscamente, para no despertar a mi novia.
Di un respiro y el sueño aún me hacía sentir débil, hasta que poco a poco mi visión se fue acostumbrando a la oscuridad.
Recuerdo haber tenido que ahogar el grito, al mismo tiempo que me recorrió el cuerpo un escalofrío, cuando descubrí a un metro y medio de la cama la figura espigada de un hombre.
Aún en la oscuridad pude darme cuenta de la forma de su rostro y un brillo casi fantasmal de sus ojos.
No se movía, no hacía ningún ruido. Sólo dirigía su atención hacia la cama en una pose que yo imaginaba amenazante.
Luego las ganas de ir al baño y mi incredulidad me bajaron los miedos por un instante. Debía levantarme, pero la duda me detenía, porque quería no creer, pero para prender el foco o para salir de la pequeña habitación tenía que pasar forzosamente por donde esa figura tenía que estar parada.
No había forma de rodearlo, me estorbaban el viejo ropero, el mueble de la televisión y el escritorio de la computadora.
Podía levantarme, correr y prender el foco; pero ¿si no me dejaba llegar?, ¿si era otra cosa que no un fantasma?, y ¿si era una persona real y quería hacernos daño?, ¿cómo entró?
Pero siento que no es una persona real, siento que es algo extraño, algo fantasmal. Qué tal si grito: “¡hey, hijo de tu chingada madre!” y se espanta o se desaparece.
Pero entonces tendría que darle explicaciones a la tía. Pensará que estoy loco, que ando mariguano o que soy muy inmaduro para mis casi 40 años de edad.
“Chingada madre”, chillé en voz alta. La figura seguía ahí y yo movía mi cabeza en negación, como una manera de convencer a mi cuerpo y a mi mente que simplemente estaba ocurriendo algo que no podía creerlo.
Luego sonreí, entré por nervios y porque sentí que no me quedaba de otra.
Con mucha valentía, me recosté sobre mi lado derecho y quedé de frente a la ventana que daba a la cocina. Apenas, por la luz de una pequeña lámpara, pude ver el reloj de pared que eran poco después de las tres de la mañana.
Me aguanté las ganas de ir al baño, y no sé cómo, pero el sueño me venció.
Cuando desperté, pensé que había sido sólo un sueño. Otra vez sentí esa presión bajo el vientre ahora más insoportable, tenía que levantarme a ir al baño.
Comencé un movimiento natural para salir de la cama sin pensar en lo ocurrido antes, y cuando estaba enderezando mi cuerpo, quedé sentado de frente a la puerta y con otra sorpresa: la silueta de una mujer con bata, encorvada y una mano en la cintura.
De por sí, el solo poder encontrar la figura me atemorizaba, lo era aún más otra pose amenazante, se notaba molesta con algo.
Empujé un par de veces a mi novia que no se movía ni hacía ningún ruido al dormir.
Dejé pasar otro minuto e insistí, pero no hubo respuesta.
Pensé que dejé mi celular bajo la almohada y quizás podría encender la pantalla para iluminar un poco el cuarto, pero piqué el botón del candado y no hubo respuesta, no tenía batería.
Me recosté otra vez, pensando en lo estúpido que me escucharía contando lo que me estaba pasando.
Hice cosas valientes antes, pero me frustraba no poder atravesar ese algo, para prender la luz y salir al baño.
“¿Por qué no me dejan en paz?”, dije en tono serio.
“Yo sólo vine a dormir, mañana me voy de aquí. Yo no vine a quedarme. Yo no quiero quedarme”.
La anciana ni se movió ni bajó su mano de la cintura.
“Yo sólo soy el novio. No quiero nada de ustedes, no quiero nada de aquí”. Pese a mi insistencia, no tuve respuesta.
Con el sufrimiento por las ganas de ir a orinar, y en la oscuridad casi completa, pude soportar más tiempo.
La pesadilla terminó cuando escuché que alguien abría la puerta principal, la de la sala. Eso significaba que la señora que ayuda a la tía a hacer los trabajos de la casa estaba llegando y eran las seis de la mañana. Seguro ya el sol estaba saliendo.
Salí en cuanto la señora entraba a la sala. Dije buenos días y atravesé la sala, la cocina y luego el patio para entrar al baño. Regresé y dormí otro rato. Después hablé con mi novia sobre el tema.
La señora que ayuda a la tía tiene fama de cocinar unos chilaquiles como pocos y desayunábamos eso cuando les dije a todas, incluida mi suegra, que era de menor edad que la tía, que tenía algo que contarles.
“No les digas”, insistió mi novia, pero todas mostraron curiosidad.
Después de mi relato, la tía terminó su bocado y me dijo con la mirada seria: los muertos no reviven.
Al mismo tiempo, mi suegra dejó caer el tenedor al plato y se llevó las manos al rostro.
“Ya ven, les dije que no estaba loca”, dijo con voz cortada, a punto de llorar.
“Ese cuarto era el de mis papás. Esos eran mis papás”.