La escuela de Jesús
Es típico encontrar en la sociedad personas con un estatus económico elevado o que provienen de una familia de rancio abolengo, por lo que presumen de sus títulos, jerarquía, dignidad, bienes, rango o nobleza.
Sin embargo, la auténtica nobleza no se hereda, sino que se adquiere y conquista. La nobleza que realmente importa no se consigue por obtener un papel, certificado o diploma, sino por las actitudes, responsabilidad, ética y comportamiento con que se actúa; en pocas palabras, la nobleza estriba en la grandeza de corazón y en la capacidad de amar.
Cuando Jesús comenzó a elegir hombres que compartieran su vida e ideales, con el propósito de que posteriormente se convirtieran en las columnas de su Iglesia, no acudió a los palacios, a las colonias de mayor reconocimiento social ni a las escuelas más prestigiosas de su tiempo. Escogió gente sencilla, de pueblo, pescadores y hasta personas no muy recomendadas y reconocidas. Empero, lo que buscaba no era su nobleza racial, social, empresarial o económica, sino su nobleza de corazón. Es cierto, que también alguno no fue digno de ese llamado y le falló; incluso, otro, Pedro, lo negó, pero aprendió duramente su lección y el Maestro lo consideró idóneo por su ímpetu, sinceridad y arrojo para liderar la Iglesia.
Jesús fundó su propia escuela, su propio instituto de formación y capacitación para moldear y estructurar a sus discípulos. El requisito para ingresar no era sencillo; les puso la vara muy alta para formar parte del colegio apostólico: negarse a sí mismos, abrazar su cruz y seguirlo.
El examen final fue el Jueves Santo, cuando el Maestro se postró y les lavó los pies a sus discípulos, diciéndoles que ellos debían actuar de igual forma. La graduación: la última cena.
¿Soy buen alumno?