La dulzura de las lágrimas

Rodolfo Díaz Fonseca
21 septiembre 2024

¿Por qué hablar de dulzura, si sabemos que las lágrimas son saladas y amargas? En efecto, concentran el sabor del mar en cada gota que se desliza furtivamente, o a raudales, escapándose de la concentrada reserva ocular.

Sin embargo, las lágrimas no reflejan únicamente la transpiración de un corazón acongojado, también vierten su salobre raudal para celebrar momentos de incontenible gozo y felicidad. Hay sublimes encuentros y sucesos que provocan la precipitación de lágrimas, no de sufrimiento o dolor, sino de alegría y regocijo. Imaginemos la gloriosa escena del regreso del hijo pródigo, a quien su padre corrió a encontrar apenas lo divisó en lontananza. De igual forma, huelga repetir que las lágrimas de una madre nunca son estériles y redimen los corazones extraviados.

Es proverbial suponer que los hombres no deben llorar (como decía una canción del cantautor argentino, King Clave). Empero, John Maxwell Coetzee, Premio Nobel de Literatura en 2003, sí lo aconsejó en El maestro de Petersburgo: “Si siguieras mi consejo, Fiodor Mijailovich, cede a tu pena, no la resistas, llora como una mujer. Ese es el gran secreto de las mujeres, eso es lo que les da ventaja sobre los hombres como nosotros. Saben cuándo ceder, cuándo echarse a llorar. Nosotros, tú y yo, no lo sabemos. Aguantamos, embotellamos la pena dentro de nosotros, la encerramos a cal y canto, hasta que se convierte en el mismísimo demonio... Las mujeres no son así, porque conocen el secreto de las lágrimas. Tenemos que aprender del sexo débil, Fiodor Mijailovich; tenemos que aprender a llorar”.

El poeta Rainer María Rilke no ponderó la dulzura de las lágrimas, pero sí reparó en su inmaculada relevancia: “Que mi rostro inundado de llanto me torne más radiante: que la sencilla lágrima florezca”.

¿Valoro mis lágrimas?

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