La duda engendra el laberinto
Una vez más vuelve a mí la metáfora del laberinto para explicarme la vida. Las semejanzas son múltiples: ambos son caminos que confunden por las innumerables disyuntivas que, a cada paso, abren ante nosotros: seguir recto en lo mismo, o torcer en otra dirección aventurándose por una ruta nueva; topar contra una pared que nos impide proseguir y estacionarnos ahí, o retroceder y avanzar hacia la incertidumbre... en una y en otro siempre nos sentimos atrapados en el centro, hasta que al dar un paso o avanzar un segundo estamos al final del laberinto o de la vida, ya que regularmente ambos acaban como una sorpresa.
Me interesa esta analogía porque me permite entender el papel que juega en ambos asuntos la facultad de elegir: si no pudiéramos optar iríamos hacia lo que ordenara nuestra naturaleza y, por tanto, seríamos inocentes de los resultados; pero como podemos elegir entre lo uno o lo otro, entre el túnel que se abre a la derecha o a la izquierda, entre tomar o no una oportunidad, entre acceder o retroceder cuando se inicia una relación con alguna persona... entonces, somos siempre culpables, responsables, de la forma que adopta el laberinto de nuestra vida.
Sé que existe una enorme resistencia a admitir la absoluta responsabilidad de nuestra vida, que se pretextan las circunstancias, que se esgrimen las eventualidades, esa intromisión constante del azar en cualquier vida; pero la ventaja de la analogía entre los laberintos y la vida vuelve claro que siempre se trata de meros pretextos: de la coartada de haberse hallado “entre la espada y la pared” o del pretendido atenuante de “no haber contado con los medios indispensables”. Nada de eso es verdad, pues entre la espada y la pared: uno elige entre quedarse acorralado o avanzar sin miedo hacia la espada. Y cuando se pretexta que no se contaba con los medios suele olvidarse que uno puede elegir entre seguir hacia su meta y morir en el camino de alcanzarla o detenerse en algún punto de ese camino y morir llorando por no haberlo logrado.
Los laberintos y la vida solo existen para nosotros, y se nos presentan porque somos libres. Es nuestra libertad la que vuelve fascinantes a uno y a otra. Un robot programado para avanzar siempre recto y solo cuando tope con un muro girar siempre en una misma dirección podría salir o no salir del laberinto (el algoritmo podría complicarse todo lo que se quiera), pero le faltaría lo indispensable para convertir ese camino traicionero en propiamente un laberinto o en una vida: le faltaría, nada menos, que la facultad de elegir que es, en este punto, idéntica a la facultad de dudar, que es, en este punto, idéntica a la autoconciencia, es decir, a saber que él va haciendo su ruta, que lo elegido él lo eligió: que cualquiera que sea el desenlace es su culpa, que él es el responsable.
La analogía entre laberinto y vida puede también arrojar luz al problema de la inteligencia artificial, al problema de la conciencia, pues en la vida y en los laberintos se manifiesta sobre todo la experiencia interior que llamamos “dudar”. ¿Qué nos pasa cuando nuestros circuitos cerebrales se enfrentan a las disyuntivas de la vida o de los laberintos? Esa reacción que llamamos duda es la conciencia que le falta a los robots, y que nosotros adquirimos cuando logramos suspender el automatismo biológico, cuando ante un camino que siempre era recto, espontáneo, instintivo, descubrimos la disyuntiva: esto o lo otro y nos convertimos en lo que somos: seres que convierten todo en laberintos.