La duda dogmática

Rodolfo Díaz Fonseca
13 septiembre 2020

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La filosofía debe de ser una reflexión práctica que ilumine la vida cotidiana, que ayude al hombre a clarificar su vida y a tomar sanas decisiones, más que un sinfín de sistemas y especulaciones en que se absorben los pensadores desautorizándose uno al otro, o, al menos, mostrando que hay caminos más ilustrativos que no se han barbechado.

Lo más importante en el pensamiento filosófico no son tanto las respuestas que se ofrezcan a los cuestionamientos más radicales, sino las preguntas que se planteen, puesto que una pregunta mal planteada desencadenará respuestas inconvenientes.
Sin embargo, algunas doctrinas filosóficas son tan enmarañadas que semejan gigantescas olas que se abaten sobre las preguntas no tanto para resolverlas, sino para disolverlas o, simplemente, revolverlas.
Por eso, no es de extrañar que René Descartes escogiera la duda como método, hasta que no arribara a una verdad de la que no pudiera dudar para evitar incurrir en error. En este caso, la duda no es un freno o cordel que inmoviliza, sino acicate que impulsa a salir del suspenso por otra vía.
Caso contrario fue el de Juan Clímaco, que escribió Sören Kierkegaard, quien fundamentó el principio de que había que dudar de todo. Con esta arma en la mano se dedicó a deshacer todo argumento, proposición y teoría hasta que toda realidad se esfumó como arena que escurre de la mano. Llegó al extremo escéptico de tomar la duda como dogma, y no solamente como método al estilo cartesiano.
Victoria Camps, en su libro Elogio de la duda, explicó: “Anteponer la duda a la reacción visceral. Es lo que trato de defender en este libro: la actitud dubitativa, no como parálisis de la acción, sino como ejercicio de reflexión, de ponderar pros y contras”.
¿Enfatizo y dogmatizo la duda?
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