La condena a García Luna, entre el ruido y las nueces
El tópico se repite: el juicio y la condena de Genaro García Luna han sido en realidad un juicio y una condena al Estado mexicano en su relación con el narcotráfico. Centrados en los dimes y diretes del proceso y en convertirlos en proyectiles de excremento contra todo el establecimiento político nacional, pocos analistas han hurgado en los usos posibles de la sentencia desde la perspectiva de la política de drogas, sobre todo por parte de quienes defienden un endurecimiento de la estrategia de guerra y el prohibicionismo, en medio de la gran epidemia de consumo de opiáceos que padecen hoy los Estados Unidos.
Antes de entrar al tema, quiero hacer una digresión. No tengo elementos para evaluar la justeza o no de la sentencia concreta, pero no me cabe duda de que García Luna merece estar en prisión. México se hubiese ahorrado la humillación de un juicio de estas proporciones, con costos políticos altísimos para la relación entre los dos países, si antes de que se concretara un proceso contra el antiguo zar antinarco mexicano en Nueva York se le hubiera indiciado aquí por delitos que están más que probados, pues no existe duda alguna de que García Luna es un prevaricador y un violador de derechos humanos; de ello los hechos públicamente conocidos en torno al caso Vallarta-Cassez son prueba irrebatible.
Una investigación seria emprendida por una fiscalía autónoma, o una indagatoria de una auténtica comisión de la verdad que diera paso a un proceso de justicia transicional sobre el cual reconstruir al Estado mexicano, muy probablemente hubiera encontrado pruebas de la participación de García Luna en los crímenes de lesa humanidad en los que han incurrido las fuerzas armadas y las policías durante la interminable guerra contra las drogas, pero López Obrador nunca tuvo intención alguna de promover la independencia de la fiscalía o un auténtico proceso de indagación sobre los crímenes cometidos por agentes del Estado, ni en el último cuarto de siglo, ni durante el régimen del PRI.
Que a García Luna se le haya juzgado en Nueva York y no en México deja en evidencia al sistema mexicano de justicia y es muestra clara de que el discurso del Presidente de la República de lucha contra la corrupción no es sino pura simulación demagógica, pues al final de este gobierno la capacidad estatal de procurar e impartir justicia se habrá debilitado, en lugar de mejorar.
Me temo, sin embargo, que el resultado más grave de la sentencia al súper policía del gobierno de Felipe Calderón será alentar a las fuerzas partidarias del endurecimiento de la prohibición y la guerra contra las drogas en la política norteamericana, sobre todo de cara a la sucesión de Joe Biden. Después de años de lidiar con una crisis de muerte por sobredosis de opiáceos pésimamente manejada desde la salud, en lugar de evaluar el fracaso de la prohibición como instrumento para reducir los riesgos sanitarios vinculados al consumo de sustancias psicotrópicas, el espectáculo de serie de narcos que se vio en el tribunal neoyorkino donde fue encausado García Luna va a servir para que los políticos gringos y la DEA, organismo que vive de la prohibición, le echen la culpa de los muertos a la corrupción de las autoridades mexicanas, coludidas con los narcos que cruzan las drogas por la frontera.
Los políticos conservadores y chauvinistas de la ralea de Trump tienen con el resultado del juicio un arma arrojadiza contra México, pero también un pretexto para azuzar el puritanismo que ha sido buena parte del sustento de la prohibición de las drogas. Empeñados en sostener la prohibición, por su arrastre político y por su utilidad como espada de Damocles colocada sobre los políticos mexicanos, los republicanos, en su deriva a la derecha, usarán la condena como prueba de que es México y su Estado fallido el culpable de que el fentanilo inunde las calles de las ciudades norteamericanas.
Pero los demócratas y los liberales, muchos de los cuales entienden con claridad que el problema radica en la prohibición misma y en la falta de estrategias sanitarias de reducción de daño que reduzcan sustancialmente las muertes asociadas a los opiáceos, no se atreven a enfrentarse abiertamente a una política fallida, pero que tiene fuerte arraigo en el imaginario colectivo y que ha generado una tremenda dependencia de la trayectoria. Los demócratas anti-prohibicionistas no han sido capaces de defender el punto de que los malévolos narcos son producto de la prohibición y que su riqueza y su fuerza se nutren de ella.
Por supuesto, también está la DEA, que promueve la visión de que la culpa de su fracaso es que el mexicano es un narcoestado y que sus políticos y funcionarios son corruptos y están profundamente coludidos con los traficantes. La DEA es un completo fraude como agencia de control de drogas, que dilapida año tras años presupuestos ingentes sin que se reduzca la disponibilidad de sustancias en las calles de los Estados Unidos, pero que se sostiene gracias a su habilidad para justificar su existencia en la terrible maldad de los narcos y en el fracaso de los países productores y de tránsito.
Otro posible resultado adverso de la decisión del jurado es que aliente en México a los jefes militares para continuar en su escalada de conquista del poder, con la corrupción del más poderosos jefe policiaco civil que ha habido en el País como pretexto. Mientras tanto, López Obrador tratará de enfocar las baterías en el evidente desastre del gobierno de Calderón, tal vez sin advertir que los términos del juicio a García Luna pueden acabar por aplicársele a él mismo cuando deje la Presidencia.
La triste paradoja para México es que un acto de justicia, que condena a un evidente prevaricador, corrupto y violador de derechos humanos, aunque sea por otras causas, se acabe convirtiendo en una gran desgracia para el País.