La ciencia como vocación
""
pabloayala2070@gmail.com
En la entrega pasada hablé sobre algunas señales encontradas que Hugo López-Gatell envía cuando explica la agenda gubernamental para el manejo de la pandemia. Desde la investidura que le conceden su profesión de médico y trayectoria científica, sus mensajes oscilan entre la “indiscutible objetividad” del dato proveniente de la ciencia y la “polifónica subjetividad” de la coyuntura política. Señor Gatell, le preguntan, “¿cuándo volveremos a la normalidad?” “Yo pienso que nunca”, contesta, para luego agregar que el Covid-19 llegó para quedarse, por ello “nuestra realidad no volverá a ser igual”.
¿Qué debemos entender con sus palabras? ¿Habremos de vivir con la guardia arriba, mientras llegan la vacuna y la inmunidad de rebaño? ¿Es un anuncio de los males sociales derivados de la pérdida masiva de empleos? ¿Se refiere a la tristeza que embargará a las familias rotas por la muerte de familiares cercanos? ¿Se refiere a nuestros actuales hábitos de aseo? ¿A las nuevas reglas de proximidad que regirán nuestras relaciones en la calle, el trabajo, transporte público, la cola del banco y fiestas? ¿Es una discreta señal sobre las nuevas pautas para el diseño de los espacios laborales, escolares, culturales y recreativos? ¿Cuál es el asidero “indiscutiblemente científico” que nos ofrece López-Gatell cada vez que comparte datos en sus ruedas de prensa vespertinas y las “mañaneras”?
De entrada, hay que reconocer que le tocó asumir el rol más ingrato en la agenda pública de la pandemia. López-Gatell es la cara visible de los aciertos y errores del gobierno, el referente de lo debido y la voz que legitima o desanima la esperanza. Más allá del carisma, su buena prensa ha perdurado porque su rol oficial es el de científico, no el del político. Sin embargo, es un científico experto en epidemias, que informa en el contexto más crítico del actual escenario político de México, de ahí que si descuida o pone en suspenso el sentido de su vocación científica, la buena voluntad de la opinión pública se vendrá abajo como castillo de naipes, acusándole de corrupción profesional, por haber renunciado a eso que le da sentido a su profesión. Me explico.
En “La política como vocación”, Max Weber señala que el político, a diferencia del modo que lo hace el científico, no puede hablar con la cruda verdad, porque los efectos de sus palabras podrían repercutir en la estabilidad y paz social de sus gobernados. El político habla haciendo cálculos malabares del efecto que traerán consigo sus palabras, mientras que el científico busca hablar con hechos verificables, independientemente de la molestia o efectos que estos causen. Va un ejemplo para ilustrar el punto.
Ante la pregunta de un reportero sobre “cuándo volveremos a la normalidad”, el político, sin necesidad de mentir, contestará que “no falta mucho para que volvamos a retomar nuestras vidas como lo hacíamos antes”. En sentido estricto, su respuesta no falta a la verdad, porque es un hecho que tarde que temprano volveremos a salir a las calles; su respuesta no tiene por meta la precisión milimétrica o alcanzar una indiscutible objetividad, sino, más bien aplacar el desánimo y abrigar esperanzas en medio de la tormenta. Por el contrario, tal como esta semana demostró el infectólogo estadounidense Anthony Fauci en su conversación con el senado, apresurar el regreso a la normalidad, dijo, además de provocar algunos picos que podrían derivar en nuevos brotes de la enfermedad, “no solo resultará en sufrimiento y muerte innecesarios, sino que nos hará retroceder en nuestra búsqueda por volver a la normalidad”. Aquí la verdad va por enfrente, como obliga la vocación de su quehacer al hombre de ciencia.
Las declaraciones incómodas de Fauci son un claro ejemplo de aquello que Max Weber advirtió en “La ciencia como vocación”: “en el campo de la ciencia solo tiene personalidad quien está pura y simplemente al servicio de la causa”. ¿De qué causa? De esa por la cual cobra sentido la ciencia: “cultivar la ciencia ‘por sí misma’ y no porque otros consigan con ella éxitos técnicos o económicos, o puedan alimentarse, vestirse, alumbrarse o gobernarse mejor”. De ahí que, cuando se vive como vocación, la ciencia no debe ser puesta al servicio de intereses políticos o económicos, mucho menos a los espurios.
Cuando la ciencia se pone bajo las órdenes de la racionalidad política, cuando rehúye a la incontrovertible objetividad del dato demostrable, se vuelve inútil, estéril, pierde su sentido, porque, como bien dice Weber, “la toma de posición política y el análisis científico de los fenómenos y de los partidos políticos son dos cosas bien distintas. Si se habla de democracia en una asamblea popular no es para hacer secreto de la propia actitud; precisamente lo moralmente obligatorio es tomar partido. Las palabras que entonces se utilizan no son instrumentos de análisis científico, sino de propaganda política frente a los demás. No son rejas de arado para labrar el terreno del pensamiento contemplativo, sino espadas para acosar al enemigo, medios de lucha. Utilizar la palabra de este modo en un aula o en una conferencia sería, por el contrario, un sacrilegio”.
¿Las cifras que conocemos sobre el número de contagios y decesos, no esconden tras de sí ningún sacrilegio? ¿Podemos estar completamente seguros de que son científicas las razones ofrecidas por López-Gatell sobre el raquítico número de pruebas aplicadas? ¿Es objetivamente impecable el manejo del Sistema Centinela?
Sin duda, como afirma Weber, “la ciencia no es hoy un don de visionarios y profetas que distribuyen bendiciones y revelaciones, ni parte integrante de la meditación de sabios y filósofos sobre el sentido del mundo”, pero también resulta cierto que “En el terreno científico es absolutamente seguro que carece de ‘personalidad’ quien se presenta en escena como ‘empresario’ de la causa a la que debería servir, intenta legitimarse mediante su ‘vivencia’ y continuamente se pregunta: ‘¿Cómo podría yo demostrar que soy algo más que un simple especialista?, ¿cómo hacer para decir algo que en su forma o en su fondo nadie haya dicho antes que yo?’ Es esta una actitud muy generalizada que indefectiblemente empequeñece y rebaja a aquel que tal pregunta se hace, mientras que, por el contrario, la entrega a una causa y solo a ella eleva a quien así obra hasta la altura y dignidad de la causa misma”.
Imposible negar que Hugo López-Gatell sea un especialista. Tan difícil como querer negar que, a diferencia del científico estadounidense Anthony Fauci, López-Gatell está siendo embelesado por el olor dulzón de mieles que le pueden alejar de su verdadera causa. Ya el tiempo lo dirá.