Imaginar el futuro (en clave moral)

Pablo Ayala Enríquez
22 diciembre 2019

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pabloayala2070@gmail.com

 

Mario
Bastaron cuatro años sin lluvia para que Mario dejara la parcela, casa y las historias de vida que se tejen a lo largo de 30 años. No hubo manera de poder pagar el crédito hipotecario que tuvo que pedir después de la segunda sequía. Al crédito se sumaron varios préstamos que pidió a familiares y amigos. La “cosecha buena”, la que le permitiría salir de la mala racha nunca llegó. Para pagar los intereses y dos préstamos tuvo que vender el tractor, la camioneta y el carro de su esposa. Las nubes le escupieron bilis; ni-una-gota-de-agua; solo hiel. Ahora Mario vive en una zona industrial en las afueras de Zapotlanejo.

 

Zulema
Aunque vive muchas de sus costumbres nunca ha estado en México. Sus abuelos paternos llegaron a Chicago porque el taller de muebles apenas daba para comer. Dejar el pueblo no estaba entre los planes, pero Tzintzuntzan se empeñó en cambiarlos. Allá terminó la crianza del padre de Zulema, y allá conoció a Armida, una mexicana por sus costumbres y americana por lo que declara su acta de nacimiento. Por eso es que el rostro de Zulema es el de una purépecha y su vestimenta la de una oriunda de Chicago. Las dos culturas se fusionaron en ella.

Y aunque nunca ha tenido dudas de quién es, el modo en que ahora se dan las cosas en el trabajo, la tienen muy confundida. “Estamos hartos de ceder nuestros empleos a los biners”. “¿Biners? ¿Biners? ¿A quién le dice biner este pendejo? Soy tan gringa como él, así que me tienen sin cuidado sus insinuaciones”. De las insinuaciones el supervisor pasó al reclamo abierto, a hacerle la vida imposible en la chamba para hartarla. Lo mismo sucedió en los tres empleos siguientes. Las cuentas por pagar y la discriminación sentida empujaron a Zulema a emprender el viaje de reversa que hicieron sus abuelos 36 años atrás.

 

Pedro
A sus 16 años Pedro ha intentado quitarse la vida en tres ocasiones. La primera vez se metió 150 ibuprofenos; la segunda lo intentó con alcohol y la tercera cortándose las venas de las muñecas. A decir de él, tuvo mala suerte porque su hermana llamó a la Cruz Roja. Con todo, su afán sigue presente porque el bullying no cesa. Con 120 kilos y 5.5 dioptrías de miopía no es fácil reescribirse al segundo semestre de preparatoria. Pedro es y seguirá siendo la burla de sus compañeros de clase, pero no así de otras personas que ha venido conociendo a través de las redes, el único espacio en el que ahora se siente seguro porque en la virtualidad aún nadie sabe del tamaño de su cintura ni del grueso de sus lentes.

 

Las tres historias retratan un futuro incierto, resultado de un presente indeseado. Recomenzar la vida en una zona industrial habiendo vivido toda la vida en el campo, reinventarse en un pueblo que es el opuesto del sofisticado Chicago o crear una nueva identidad que renuncia a lo físico para disfrazarse a través de la virtualidad, están lejos de ser empresas fáciles de emprender.

Y justamente, de eso, de cuando el presente parece no tener futuro, habla la escritora y periodista brasileña Eliane Brum en su último par de libros que ha venido divulgando en formato de artículos editoriales, donde, sin cortapisas, afirma: “Sabemos que el futuro es el resultado del presente. Pero con frecuencia olvidamos que el presente también es el futuro que somos capaces de imaginar. Agotado en sí mismo, el presente se vuelve insoportable. El gran desafío actual es justamente cómo imaginar un futuro que no sea una distopía. El malestar que vivimos hoy no es un acontecimiento cíclico, como algunos creen, sino una esquina histórica sin precedentes en la trayectoria humana, formada por tres grandes crisis: la climática, la de la democracia y la digital”.

No se equivoca Brum al señalar que “la posibilidad de que el planeta se caliente menos de dos grados centígrados hasta fin de siglo es escasa. Al contrario. Nos estamos dirigiendo a los tres grados centígrados. Aunque la gente no consiga nombrar el malestar que ya siente en los huesos, se llama cambio climático y corroe la vida cotidiana. [...] Si en cada país la crisis de la democracia presenta particularidades, el sentimiento común es el de la incapacidad del sistema democrático para promover mejoras concretas en la vida de la mayoría. Una parte significativa de la población ha dejado de creer en la democracia como promotora de justicia social. Y, al hacerlo, se abstrae de la política, acelerando el proceso de destrucción del sentido de comunidad. La antipolítica es contar solo como uno. Quien cuenta solo como uno no cuenta.

Internet no ha cambiado la humanidad, sino que la ha revelado. Y sin escalas, de un desgarrón. Con la idea distorsionada de que se puede decir “todo”, descubrimos por las redes (anti)sociales lo que antes se restringía al pensamiento. Al arrancar las ilusiones de la humanidad sobre sí misma, Internet ha causado una herida narcisista. Esas ilusiones cumplían un papel esencial en el pacto civilizador. Quizá dentro de algunas décadas conoceremos la dimensión de los efectos de esta ruptura”.

Las asechanzas señaladas por Brum no son el escenario de una película de ficción; las historias de vida de Mario, Zulema y Pedro las dibujan con toda exactitud, dejando entrever que quedan otras prestas al asecho: la violencia, pobreza alimentaria, desigualdad, desconfianza en las instituciones y un largo etcétera que parecieran dar la razón a quienes defienden la idea de que la primera mitad del Siglo 21 esté marcado por la distopía, es decir, por la cara opuesta de la utopía.

¿Hay forma de superarlo? Para Brum es posible darle la vuelta al escenario si ponemos en marcha nuestra imaginación, si sacudimos de encima la zozobra y nos aprestamos a “recuperar la capacidad de imaginar un futuro no solo donde podamos vivir, sino donde queramos vivir. Con imaginación, más que con esperanza, podemos refundar la democracia y reinventar la política. También con imaginación seremos capaces de recoser las ilusiones necesarias para la vida en común y retomar la propia idea de comunidad en un mundo bloqueado por muros. Y con imaginación tendremos que buscar una manera de adaptarnos a la nueva realidad climática del planeta”.

A esta forma de imaginación, los filósofos le llaman imaginación moral, la cual podríamos definir como aquella herramienta para figurar, esbozar, redefinir un mundo mejor, con mayor altura moral, un mundo donde todos quepamos y queramos porque somos plenamente conscientes de que es el único que tenemos. De eso se trata imaginar el mundo en clave moral.