Greta Thunberg y la casa en llamas

Pablo Ayala Enríquez
09 marzo 2019

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A mis hijas
 
 
 
 
Greta es una jovencita sueca de 16 años. A diferencia de otras jóvenes de su edad, tiene muy claras las convicciones que dan sentido a su actuar. Cuando concluya el noveno grado, Greta se tomará un año sabático para dedicarse de tiempo completo al activismo climático, el cual inició hace aproximadamente cinco meses usando una estrategia de desobediencia civil tan simple como efectiva: cada viernes, en lugar de cumplir con su obligación de asistir a clase, acude a las puertas del Parlamento sueco para protestar en contra del cambio climático. Ella lo explica de esta manera: “Estoy en huelga escolar por el cambio climático”.
No por sueca, sino por encabezar un activismo responsable, Greta desde la acera del Parlamento continúa trabajando en sus quehaceres escolares, mientras que sus pancartas hablan por ella. Sus proclamas son el reflejo de su personalidad: contundentes, claras, ácidas, sin concesiones, justas, oportunas, congruentes y, sobre todo valientes.
Como era de esperar, en un abrir y cerrar de ojos, las redes convirtieron a Greta en el polo de atención de muchos jóvenes y adultos que reivindican la misma u otras causas similares. Su meteórica fama la llevó hasta el Foro Económico Mundial de Davos, donde dijo a su estilo lo siguiente: “Estoy aquí para decir que nuestra casa está en llamas. Estamos a menos de 12 años de llegar al punto en que no podremos deshacer nuestros errores. En ese tiempo es necesario que tengan cambios sin precedentes en todos los aspectos de nuestra sociedad, incluyendo una reducción de nuestras emisiones de CO2 de al menos el 50 por ciento. Los adultos siguen diciendo `demos esperanza a los jóvenes, se los debemos’. Pero yo no quiero su esperanza. No quiero que estén esperanzados. Quiero que entren en pánico. Quiero que sientan el miedo que yo siento cada día; y después quiero que actúen. Quiero que actúen como si estuvieran en una crisis. Quiero que actúen como si la casa estuviera en llamas; porque lo está”.
Las palabras de Greta están cargadas de verdad, aunque para muchos empresarios, políticos y administradores educativos suenen exageradas, incómodas o panfletarias por ser un reflejo grotesco del ímpetu juvenil. Lo que Greta defiende, aunque muchos lo ignoren, es una clara y bien estructurada estrategia de desobediencia civil que, además de ser escuchada, debería ser imitada por muchos jóvenes, si aún queremos darle la vuelta al problema del cambio climático. Me explico.
A mediados del Siglo 19, en su libro “La desobediencia civil”, Henry D. Thoreau, dijo: “Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negarse a la obediencia y poner resistencia al gobierno cuando éste es tirano o su ineficiencia es mayor e insoportable”. Lo que hasta ahora ha venido señalando y haciendo Greta Thunberg es, prácticamente, lo que en su momento señaló Thoreau. Greta se siente en su legítimo derecho a desobedecer una obligación impuesta por una instancia que ha sido ineficaz en el combate de un mal que le afecta al conjunto de la sociedad. Tal como Greta lo ha expresado, “Suecia no es el país modelo que todo el mundo cree que es”. La razón es simple: teniendo la capacidad de emprender acciones efectivas e influir en el resto de países europeos, ha volteado la cabeza hacia otros temas que considera más apremiantes. El cambio climático no es una prioridad para el gobierno sueco, como tampoco lo es para Finlandia, otro de los países “modélicos” que agudiza el cambio climático por los procesos extractivos que emplea para obtener gas y petróleo. En este sentido, quien reivindica la desobediencia civil se pregunta: ¿Es un deber moral seguir las reglas del juego que marca una instancia que no las respeta? La respuesta es obvia, y Greta la traduce en acciones.
Ahora bien, seguramente usted se preguntará: ¿entonces la desobediencia de Greta es el reflejo de una acción moral? ¿Encarna una acción ciudadana plausible o refleja lo contrario?
Siguiendo el planteamiento de Xabier Etxeberria, al que ya he hecho referencia en otras ocasiones, podríamos afirmar que la consistencia moral de la desobediencia civil se deriva de que es un acto público, intencionadamente ilegal, que persigue fines políticos que encarnan una mejora social, expresándose de un modo no violento y donde los actores están dispuestos a aceptar las consecuencias penales de su acción. Más aún, el vigor moral de la desobediencia civil se amplía en el momento que ésta se vincula a los derechos humanos, al anhelo de hacer realidad las aspiraciones de una sociedad humanamente progresista y vivir en un entorno donde todas las personas podamos gozar de una vida digna, grata y plena.
Greta da en el blanco de todos estos aspectos. Sabía perfectamente que declararse públicamente en huelga escolar representaba un desacato a la autoridad familiar y escolar; su familia no estaba de acuerdo en que se ausentara de clases, pero Greta sabía que su pelea va mucho más allá que el logro de unas notas escolares. La batalla que Greta está dando tiene que ver con el futuro de la humanidad, de ahí que haya optado por la vía pacífica, sin valerse de la violencia, así como Gandhi lo hizo en su momento: hablando, caminando, ayunando (Greta es vegana desde hace varios años porque está en contra del maltrato animal), convenciendo con su ejemplo, inspirando.
No hay forma de escapar a su atinado juicio: los adultos hemos desplazado la responsabilidad de nuestros excesos, egoísmo, mezquindad, ignorancia e indolencia a generaciones que no tiene por qué pagar los platos rotos. Durante siglos nos hemos esforzado en devastar los limitados y nunca-más-renovables recursos naturales con los que contaba y apenas cuenta nuestro planeta. Sintiéndonos superiores a ellas, hemos acabado con miles de especies animales; hemos convertido en desierto lo que antes fueron lagos rodeados de bosques y selvas; hemos convertido en recicladoras de basura muchas partes del océano; hemos despedazado el hábitat de miles de especies vivas porque así lo exige nuestra “selectísima exclusividad”, de ahí que, un día sí y otro también veamos cómo la mancha urbana, inmisericordemente, se va desparramando hacia cerros, manglares y bosques.
En casa tengo dos Gretas. En su muy particular estilo, ambas me ponen los pies en la tierra para recordarme que algunas de mis prácticas cotidianas, involuntariamente, abonan a su condena; la cual, por cierto, es absolutamente injusta, al ser inmerecida.
No tenemos mucho tiempo para terminar de comprender lo que hace mucho tiempo esta jovencita tiene perfectamente claro: “nuestra casa está en llamas”. Lo peor de todo es que es la única que tenemos.

 

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