Grandeza
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Para Mercedes, con lágrimas
¿Cómo medir la grandeza de Manuel Felguérez? La respuesta pareciera sencilla: por su obra. Claro, pero hay mucho más.
Lo primero que recuerdo son esos impresionantes ojos azules lanzando chispas de picardía. Comíamos en casa, hace quizá 20 años. Pero al “maestro” no le gustaban, las caravanas, él era Manuel, enfundado en saco de pana, unos zapatos viejos, alguna prenda con cuello de tortuga, la pipa apagada en una mano y su cabellera grisácea y revuelta. Las sonrisas iban y venían de ese rostro del notable rebelde, una de las cabezas del movimiento de La Ruptura. Su compañía era gratísima, conversador fácil, alegre, sin embargo, abrazaba su oficio con una seriedad profunda, pero no ceremoniosa. Algo había de juego en su obra y lo gozó hasta el final.
Ese mismo hombre grato y sencillo rompió los moldes de un Estado autoritario que también quería regir en el arte, pero ellos se rebelaron. El nacionalismo los ahogaba y por eso rompieron. El arte abstracto no tenía colores patrios en su paleta. Maestro de la Universidad Iberoamericana durante muchos años, platicaba cómo en la casona que hoy alberga al restaurante San Ángel Inn, discutió con el Padre Pardinas para que le permitieran talleres de desnudo. Sí, le dijo el Padre arrinconado por la insistencia de Manuel, pero que sea en el cuarto de allá arriba y que no se den cuenta. Felguérez era un hombre gozoso de su vida por eso también era un gran hombre, porque tuvo siempre la entereza para digerir los tragos amargos y salir a buscar la luz. Su mente ingenieril no le daba descanso, por eso armaba esas notables esculturas con engranajes inservibles, fierros viejos a los que sólo en él, daba forma. Hace algunos meses me dijo, si no saben qué hacer con el avión presidencial, se los desarmo, ¡imagínate la escultura que puede salir!
Su compromiso con su arte era tan profundo que le costaba trabajo explicarlo, prefería que el espectador vibrara y con eso se sentía satisfecho. Era un gran hombre porque no perdía el tiempo y, como dijera Don Quijote, “no vale más un hombre si no face más que otro”. Por eso Mercedes -su fantástica e incansable compañera de vida- y él, se embarcaron en la creación del Museo de Arte Abstracto, allá en su tierra, Zacatecas. Se armaron de paciencia, consiguieron el inmueble, recursos para la restauración, obra propia de Manuel y muchos otros grandes pintores, todos abstractos. Así, los jóvenes, Mercedes y Manuel, porque para ese reto se necesita tener una energía desbordante, le dieron a México uno de los mejores museos del mundo en esa línea. Grandeza por su generosidad. Amaba tanto a su México que rompió para nosotros fronteras visuales, nos heredó libertad creativa.
Muy estudioso de los grandes en el mundo, Manuel sabía que su arte era no internacional, sino universal, porque esa es la esencia del arte abstracto. Era grande porque nunca cesó de experimentar, el éxito no lo apoltronó, por el contrario, todos los días frente al lienzo rompía con sus propios esquemas, lo sufría y lo gozaba, siempre innovando, hereje por naturaleza. Un día, hace quizá seis o siete años, debe haber tenido 83 u 84, entré a su nuevo estudio, allá en su casa en una zona popular del sur de la ciudad. Muy orgulloso me dijo, nunca antes había pintado tan cómodo y me enseñó unas poleas con las cuales podía subir y bajar sus lienzos y pintarlos sentado.
Hace unos meses fuimos al MUAC, un sábado, a recorrer con ellos, Mercedes y Manuel y unos amigos, su fantástica exposición. Llevaba por lo menos dos años platicando de ella. Unos jóvenes lo reconocieron y Manuel, de inmediato, encarnó al maestro y les explicó detalles, les contó anécdotas con Jodorowsky, o cómo fue que una pintura suya llegó a la sede de la ONU.
Grandeza sí, por su obra, por su bonhomía, por su generosidad, por su pasión, por su rebeldía, por su amor a su México. Cómo voy a extrañar esos ojos azules, las manos cubiertas de pintura y la sonrisa juguetona de ese gran señor.
Adiós, Manuel.