Feria de ofensas
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‘Pero si el pensamiento corrompe al lenguaje, el lenguaje también puede corromper al pensamiento’
George Orwell
Así lo llamó Pascal Beltrán del Rio en su columna de ayer. Se refería a la descalificación oficial y oficiosa que funcionarios públicos, legisladores, simpatizantes del oficialismo, plumas a sueldo, emprenden a diario en contra de quien difiera de las acciones de la 4T. Los resultados están allí: una crispación social sin precedentes, una sociedad envenenada por las palabras que emanan del poder.
Detrás de cada palabra seleccionada hay una intención, la de lastimar, humillar, herir. La reacción natural de quien es víctima del insulto o la ofensa, es defenderse y en muchas ocasiones se busca una nueva palabra igual de potente o más grave aún para responder. Así es como se genera una espiral de ofensas que degradan el diálogo. De entrada, el oficialismo comenzó ofendiendo al partir del supuesto de que todos los gobernantes del pasado incurrieron en corrupción. Nadie puede negar la gravedad del problema, pero sobra decir que los servidores públicos honestos y probos también abundaban.
De allí la ofensa oficial se pasó a las empresas corruptas detrás del NAIM. Más de un año después, no hay un solo expediente abierto. Vinieron las constructoras de ductos, las farmacéuticas, etc. No satisfechos con las injustas generalizaciones, la máxima voz oficial, la del Presidente, invoca sistemáticamente apelativos como fifí para referirse, me imagino pues no lo sé de cierto, a un modo de vida, sea este el que sea, que él considera impropio en México. Me imagino que ir a un concierto de Brahms en la sala Nezahualcóyotl es fifí y apreciar a un buen pintor también. La frecuencia en el uso de la expresión ofendió y ofende a muchos. Para qué le sirve. Las palabras pueden ser edificantes o destruir, pueden buscar ser justas o zaherir sentimientos muy profundos.
Lo mismo ocurre con la expresión conservador, muy popular descalificación. Pero qué decir de pensadores como Edmund Burke o Lucas Alamán. El ánimo conservador, el de conservar ciertos valores que rigen la vida, ha estado presente desde la Antigüedad. En Platón o Aristóteles hay muchas posturas que hoy podrían ser calificadas de conservadoras. La idea misma de ciudadano fue una revolución. Montar a las palabras en el vaivén de los muy distintos estados de ánimo es una trampa terrible. Herir es muy fácil, retirar el daño causado por las palabras, casi imposible. Circula un hashtag #YoSoyConservador que ridiculiza el uso indebido de la palabra, si conservar la libertad, el estado de derecho, el INE, el Seguro Popular o el empleo es algo criticable, pues entonces yo soy conservador.
A toda acción una reacción en sentido inverso y de magnitud similar, de tal forma que a la andanada oficialista de ofensas generalizadas como fifí, conservadores, burocracias, empresarios corruptos, mafias etc., lo más probable es que veamos respuestas ofensivas. Atrapados en la espiral de insultos, las emociones desplazarán a las razones, la virulencia a la ponderación, la ira a la reflexión. Súmese a ello, como lo señala Pascal, la transmisión de emociones incontroladas a través de las redes sociales que pueden ser brutalmente injustas. Ana María Olabuenaga publicó un interesante texto al respecto “Linchamientos digitales”. Victimas cercanas de ese ejercicio como Nicolás Alvarado o nuestro desaparecido colega de plana, Marcelino Perelló, son material central.
Otra forma de ofensa es el desprecio, burlarse de las formas de medir el PIB, ofende a muchos científicos sociales que conocen de la complejidad de ese ejercicio econométrico. El despreciar las cifras en lo general es acabar con los referentes neutrales que sirven para apuntalar o corregir las políticas públicas. En una sociedad democrática las cifras son parte obligada del diálogo, dialogamos con cifras acreditadas. Entonces, aunque suene conservador, cuidemos las palabras.
frheroles@prodigy.net.mx