Felicidad política 3
""
fernando@garciasais.mx
Los derechos de origen constitucional fundamentan un espacio de libertad para que las personas, a través del ejercicio de sus derechos, alcancen niveles equitativos de bienestar que les permitan desarrollarse en condiciones más o menos homogéneas, donde los bienes públicos sean accesibles para todos, independientemente de la riqueza personal o del código postal donde se viva.
Pensemos en el caso del agua potable como un derecho humano que el Estado tiene obligación de proveer. La Constitución dice que toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible. Por disposición constitucional, los municipios tienen a su cargo algunas funciones y servicios públicos, entre ellos destaca el señalado en el inciso a) del Artículo 115: “Agua potable, drenaje, alcantarillado, tratamiento y disposición de sus aguas residuales.
¿Quién puede acceder al agua potable con las características señaladas por la Constitución? En principio nadie. No conozco un solo municipio del País que cumpla con la norma constitucional. Ello genera una primera desigualdad, muy profunda. Solamente quien cuenta con recursos económicos puede privadamente invertir en infraestructura en sus hogares para limpiar el agua que llega por las redes públicas. ¿Por qué el Estado no puede hacerlo y los privados sí? ¿Cómo es viable que empresas vendan agua potable y el Estado no pueda hacerlo?
Recientemente la prensa nacional informó de que el crimen organizado había entregado despensas y ayuda a la población con motivo de la epidemia del Covid-19. Ello recuerda el artículo periodístico del Nobel de Economía, Joseph E. Stiglitz, en el que aborda la situación de violencia que se vivió en Medellín en la década de los 80 y 90. “La fuente del poder de Escobar no fue sólo el lucrativo comercio internacional de la cocaína, sino también la desigualdad extrema en Medellín y en toda Colombia […] Frente a la ausencia de servicios públicos, Escobar ganó los corazones de los más pobres […]”. (Véase Luz de esperanza para las ciudades, en Reforma, 12 de mayo de 2014, México).
Una sociedad profundamente desigual como la nuestra no sólo atenta contra los derechos de quien está en la posición menos favorecida. La desigualdad nos cuesta a todos. El precio que nuestra sociedad paga por la creciente brecha entre ricos y pobres, se refleja en obstáculos para la sostenibilidad de nuestras ciudades. No me preocupa la brecha en sí misma, inquieta la nula existencia de derechos en los más pobres.
Siguiendo a Stiglitz, comparto su tesis de que “si se trata a las personas con dignidad, ellas valorarán su entorno y se enorgullecerán de sus comunidades. La confianza en la sociedad y el Gobierno se pierde cuando los ciudadanos constatan un empeoramiento los derechos. ¿Cómo hablar de un México solidario en ese lastimero contexto de inequidades?
Para que el pueblo esté feliz, tenga bienestar, es indispensable que los derechos prestacionales que la Constitución obliga a proveer al Estado se materialicen de manera homogénea, ordenada y disciplinada sin condicionamientos de ningún tipo. Sinceramente, si no pueden los políticos proveer de agua potable, con la cantidad de recursos públicos inmensa que administran, dudo mucho que puedan cumplir adecuadamente con otros de los derechos prestacionales como salud, educación, vivienda y trabajo.
Joseph Stiglitz, Amartya Sen, y Jean-Paul Fitoussi en una obra intitulada Mis-measuring Our Lives: Why GDP Doesn’t Add Up, sostienen que “Un número creciente de aclamados ‘economistas’ en el mundo nos dicen que ‘una de las razones por las que la mayoría de la gente se percibe en peor situación, a pesar de que el promedio del [PIB] va en crecimiento, es porque están en peor situación’”. No es, así, un problema sólo de México. La falta de una gobernanza adecuada se presenta en muchos países y se está perdiendo la carrera del bienestar.
Recientemente el Presidente de México informó que habrá un nuevo indicador que incluya el crecimiento económico y el bienestar de la ciudadanía. Ello parece sugerir que los gobiernos no deberían basarse exclusivamente en el ingreso para medir el bienestar, pero tampoco podemos ignorar el hecho de que el Estado debe garantizar el llamado mínimo vital, y para eso el PIB es un indicador fundamental.
Sin dinero no hay derechos. Sin ingresos el Estado no puede garantizarlos. Sin derechos no hay desarrollo humano posible. La desigualdad se acentúa cuando los derechos públicos se limitan y solo quienes tengan recursos pueden adquirirlos. Esta es una discriminación inaceptable.
El mejor indicador debe ser uno que sirva para juzgar la efectividad y las consecuencias distributivas de las políticas gubernamentales, es decir, la materialización de los derechos prestacionales establecidos en la Constitución. Los autores citados han introducido conceptos interesantes para distinguir la aplicabilidad de políticas públicas que incidan en la vida de los individuos para que ésta pueda ser calificada como buena, la que comprende aspectos tales como lo moral, artístico y espiritual. A lo que hay que sumar, sin duda, el desarrollo de las personas y su esparcimiento (salud, educación, deporte, diversión) a partir de la materialización de sus derechos fundamentales.
Sin duda, la idea del Presidente es buena como concepto general. Debería ser en la Constitución donde se fijen las bases de medición del bienestar. Los derechos de origen constitucional deben ser un espacio de libertad para que las personas alcancen niveles equitativos de bienestar que les permitan desarrollarse en condiciones más o menos homogéneas, donde los bienes públicos sean accesibles por todos.
Así se hizo, por ejemplo, en la Constitución del Reino de Bután (2008) que prevé que el Estado promoverá la consecución del “Gross National Happines”, como indicador de la calidad de vida. Es imprescindible que la Constitución incentive que el poder público (en ocasiones de manera corresponsable con el sector privado) cumpla con la satisfacción de las necesidades -como el suministro de los bienes públicos- que los habitantes del país desean. En la medida que ello acontezca, el bienestar social se incrementará.