Espectáculo, estigma y medias verdades para no resolver la violencia
A Nadia le gustaba contar cuentos. A la salida de la escuela juntaba a sus vecinos y les contaba historias. Mile era una tía amorosa. Yesenia quería salir en la tele y le gustaban las motos. Rubén, fotoperiodista, era un apasionado de la música, le gustaba el ska. A Alejandra le gustaba bailar, era una madre amorosa de tres hijas. Les cinco fueron asesinades el 31 de julio de 2015 en la calle Luz Saviñón de la Colonia Narvarte. Este fin de semana se cumplieron siete años de aquel crimen que cimbró al entonces Distrito Federal. Unos días después del aniversario luctuoso, Ernesto Méndez, periodista de Guanajuato, fue asesinado. A siete años de diferencia entre los crímenes, las narrativas estigmatizantes y de culpabilización a las víctimas, siguen tan vigentes como en aquel verano de 2015.
Este año, 13 personas periodistas han sido asesinadas. En 9 de estos casos Artículo 19 ha encontrado posible vínculo con su labor. Mucho hemos dicho de la falta de garantías para ejercer un periodismo libre y seguro; sobre la falta de prevención, protección, justicia y reparación para las víctimas; sobre un Estado que no acusa recibo de la crisis de violencia que vive la prensa, que más bien la niega, tal como lo hace con otras crisis en el marco de las violaciones graves a derechos humanos que se siguen perpetrando desde diversas instancias oficiales o con su aquiescencia. Ya ni hablar de la falta de Estado de Derecho que atrae el déficit de cumplimiento de la ley y la inoperancia de las fiscalías para resolver estos crímenes.
Sin que sea novedad, ahora vemos que el centro de la acción política -por lo menos del Gobierno de AMLO- no es el trabajo cotidiano por la justicia, sino la disputa de la narrativa sobre la impunidad. Con diversos enfoques, la estrategia de comunicación de los gobiernos encubren la ineficacia en la persecución criminal con discursos que van del estigma y la descalificación hasta la construcción de falsas percepciones de justicia.
No olvidemos al infame Javier Duarte, Gobernador de Veracruz que, entre otras atrocidades, caracterizó su gestión por los asesinatos y desapariciones de personas periodistas (al menos 17 asesinadas y tres desaparecidas). Él y sus procuradores/fiscales hicieron “escuela” al generar incertidumbre sobre las razones de los asesinatos mediante posicionamientos que estigmatizaban a las víctimas: “no era periodista, era taxista”, “fue crimen pasional”, “mal momento, mal lugar”. Esa “escuela” afinada y perfeccionada durante el duartismo ha sido reproducida hasta el presente por diversos gobiernos de diversos signos partidistas.
El “caso Narvarte” es un claro ejemplo de cómo la narrativa ha sido utilizada desde el Estado para perpetuar/instalar la impunidad. En este caso fue el Gobierno de Mancera el que detonó una serie de versiones extraoficiales para desmovilizar y apagar la indignación. Tan solo horas después del multifeminicidio de Nadia, Mile, Alejandra y Yesenia, y del asesinato de Rubén, desde la entonces Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal afirmaban que el crimen nada tenía que ver con la labor periodística de Rubén. No sólo ésto, desde las autoridades, y con las filtraciones a los medios, se insinuaba que el crimen estaba relacionado a narcomenudeo y sexoservicio.
La narrativa oficial repetida por los medios hizo de Mile Martín, de origen colombiano, el centro de la narrativa estigmatizante y culpabilizadora. Con el paso de las semanas se fue culpando a las demás víctimas filtrando información de la investigación -como los exámenes toxicológicos- y afirmando que las víctimas habían estado en una fiesta desde la noche anterior. Con esto, de nuevo la narrativa que culpa a las víctimas: si habían consumido drogas, si habían estado en una fiesta, se merecían ese destino y no eran merecedoras de justicia. Incluso en días recientes hemos visto desde el propio gremio periodístico a “voceros” oficiosos de esa versión manipulada y sesgada defender la investigación desaseada de Ríos Garza y sus amigos.
Como hace siete años, el miércoles 3 de agosto con el asesinato de Ernesto Méndez de nuevo identificamos una narrativa que preconiza impunidad y culpa a las víctimas. A siete años la espiral de violencia sigue ascendiendo y el caso de Ernesto Méndez, asesinado el miércoles en San Luis de la Paz, Guanajuato, es un botón de muestra. El Gobierno de Diego Sinhué “condenó el crimen”, “no descartó ninguna línea de investigación”, pero terminó enfatizando que Ernesto y las otras tres víctimas fatales estaban tomando cerveza fuera de horario y sin permiso para ello dentro del negocio del primero. Así, lo que en principio puede ser una respuesta “aceptable” termina deslizando con sutileza una narrativa que apunta hacia el cuestionamiento moral de las víctimas, prácticamente culpándolas de su fatal destino.
En lo que va del sexenio a nivel federal la estigmatización de las víctimas fatales no ha sido la constante (aunque sí del periodismo). La constante ha sido la negación con afirmaciones como “no hay impunidad”, “no se persigue a la prensa”, “no son crímenes de Estado”. Como si esto se hiciera realidad sólo con decirlo. La estrategia de comunicación ahora suma la teatralización/espectacularización de la justicia. Cada dos semanas presenciamos en la mañanera un ejercicio “informativo” donde se comparte a la ciudadanía numeralia de personas detenidas y vinculadas a proceso por los casos de periodistas asesinados de este año. En voz de su presentador, el Subsecretario de Seguridad Ricardo Mejía, llevan 26 identificados/detenidos/vinculados por los asesinatos de periodistas ocurridos este año. Con las cifras mostradas en Palacio Nacional se busca brindar una sensación de seguridad.
En esa “sección” de la conferencia matutina presidencial hay tres problemas. Primero, solamente presenta información sobre los casos de 2022, como si los ocurridos antes no fueran relevantes o ya estuvieran plenamente resueltos. Segundo, las medias verdades se entreveran con inconsistencias en la información. Por ejemplo, en el caso del fotoperiodista Margarito Martínez, asesinado en Tijuana en enero de este año, se habla de 10 detenidos pero únicamente están vinculados a proceso por su homicidio tres personas. El resto “pertenecen a la misma célula criminal”. O se descarta que el asesinato de Roberto Toledo en Zitácuaro, Michoacán, tenga que ver con el trabajo periodístico de Monitor Michoacán, cuando semanas después Armando Linares (director del medio) fue ultimado también. No hay contexto, no hay detalle, no hay claridad sobre autores intelectuales, pero sí números ampulosos.
Tercero, la narrativa de CERO IMPUNIDAD tiene una falla profunda: personas detenidas o vinculadas a proceso no es igual a justicia, mucho menos equivale a verdad. Una muestra de ella es el “caso Narvarte”. A siete años del crimen, con tres personas detenidas, dos ya con sentencia, seguimos sin saber el móvil del crimen y sin conocer a todas las personas que estuvieron involucradas en los hechos. Sabemos, por investigaciones de las familias y la coadyuvancia, que por lo menos hubo cinco personas involucradas en el crimen, no tres como sostienen las autoridades. Hace años ya nos decían Rodolfo Ríos Garza y sus cercanos que conocer el móvil del crimen, que tener acceso a la verdad, era una exquisitez.
En resumen, la narrativa oficial pasa por desprestigiar a las personas periodistas asesinadas, y por tratar de convencer en el discurso que se está haciendo justicia. Para el Gobierno federal parece que garantizar justicia, verdad y no repetición en todos los casos de personas periodistas asesinadas es también una exquisitez como lo fue para el procurador del mancerismo en la Ciudad de México o para el duartismo en Veracruz (por poner dos ejemplos, aunque no son los únicos).
El problema de la violencia contra la prensa no es un fenómeno aislado ni se ataja a punta de discurso. Es un problema de injusticia estructural que afecta a miles de víctimas y requiere tiempo para solucionarse de fondo. Pero si no se comienza a avanzar en las mejoras urgentes al sistema de seguridad y de justicia evidentemente no habrá momento en que esto cese. Por lo pronto, en el caso de la prensa se pueden adoptar estrategias inmediatas para atender la crisis. En el centro de estas estrategias debe estar el reconocimiento de la labor social que cumple el periodismo (no su estigmatización permanente); y la claridad de que la verdad, en todos los crímenes, no es una exquisitez sino un derecho fundamental de las víctimas y de la sociedad.
Hubiéramos esperado que muchos apologistas del oficialismo que se quejaron con vehemencia contra Reyna Haydee Ramírez y su interpelación al Presidente durante la mañanera del 21 de julio, condenaran con la misma intensidad el asesinato de Ernesto.