En Sinaloa persiste la ley del más salvaje
Se paga caro defender derechos básicos

Alejandro Sicairos
28 diciembre 2022

alexsicairos@hotmail.com

Sin que hagan falta muchos eventos de irracionalidad para recordar que seguimos siendo una sociedad bajo amenaza, un solo hecho conmocionó a Sinaloa cuando durante la Noche Buena aquel hombre acudió a comprar tortillas para la cena navideña, en la Colonia Estela Ortiz de Toledo, de Culiacán, y allí fue asesinado a sangre fría por otro cliente que quiso evitar hacer la respectiva fila. Así sobrevivimos: midiendo las palabras, calibrando los miedos, tanteando el terreno y leyendo los estados de ánimo ajenos porque en el menor error de cálculo se nos va la vida.

¿A quién se le ocurre matar al prójimo nomás porque le pide respetar el turno en la cola para comprar tortillas? La interrogante es en sí un acto temerario en la tierra donde sonar el claxon, estorbar el paso de los cafres, mirar de más y decir una sílaba no reflexionada es cuestión de vida o muerte. Dígase lo que se diga, nadie protege nada, la única ley es la que impone el más salvaje y del preámbulo de la fiesta se camina veloz a las salas de velación.

Por esos mismos motivos el 29 de junio de 2022 se llevó el susto de sus vidas una pareja que regresaba a casa en su Kia rojo, en la Colonia Los Pinos de Culiacán, tras dejar al hijo en la guardería y al sonar el claxon para apurar a la camioneta que iba adelante recibió una ráfaga de balas como acuse de recibo. O aquel marzo de 2015 cuando un joven acompañado de su hijo conducía el automóvil Tsuru por Ciudades Hermanas en la Colonia Antonio Rosales y chocó por alcance a un Bora cuyo conductor sacó un arma y mató al padre sin importarle la presencia del pequeño.

Esto y más convierte en ejercicio de vanagloria el creer que con la reducción del índice de homicidios dolosos estamos más seguros como individuos, familias o comunidad. No si el imperio de la muerte por violencia anula el optimismo por menos asesinatos y, en cambio, en ese punto es donde comienza el engaño que nos dice que estamos en paz y, allí en el disfrute de la fallida tranquilidad, emerge el criminal con el contraveneno de realidad.

Reconstruyamos la autenticidad. Carlos, de 47 años, sale de casa inmerso en el espíritu de noche de paz y campanas sobre campanas que tal vez fue lo último que escuchó al decirle a la familia que irá por las tortillas para regresar a celebrar en la armonía del hogar. Una vez en la fila llega el sicario prepotente (con la finta de matón sin faltar) y le pide al cliente de adelante que le dé chance de comprar el alimento y claro que el interpelado accede porque otea la muerte del no como respuesta. Y aquí procede un ciudadano a la defensa de su derecho y de los demás compradores que, por exigir respeto en la jungla nuestra, es bestialmente ultimado.

Enseguida llegan a montones los policías, militares y guardias nacionales a acordonar la escena del crimen con el apremio de cerrar el caso allí mismo resolviendo que murió por causas naturales. Que le disparen a uno en la sien por desobedecer órdenes del gobierno de facto se ha vuelto un modo común, normal, de perecer. E interrogan a los testigos: ¿cómo sucedieron los hechos? “Es que llegó un tipo armado que no quería hacer la cola para comprar tortillas y el señor se opuso”. “Ah, entonces el muerto tuvo la culpa”, resolverán los servicios periciales.

El hampa nos quiere con la cerviz agachada, la mirada al suelo y las garantías constitucionales prescritas. Se abre paso con balas, motores rugientes, miradas fulminantes y cobro de derecho de piso y de peaje, sin consentir que los sometidos tengan otra opinión o ruegos. Entre más encorvados andemos más posibilidades tenemos de subsistir; o lo aceptamos como designio o no preguntemos más por quién doblan las campanas.

Es así como quedan asentadas las moralejas del miedo. Cuando veamos que se acerca un potencial criminal cedámosle todos nuestros derechos y complacientes tendámosle las alfombras de la cobardía. Antes vivos que valientes. Primero, anticipándose a cualquiera, la seguridad pública se cuadró ante los facinerosos, les ayudó a “levantar” y “encobijar” a algún rival, les dijo “qué se le ofrece mi jefe” y puso estrategias y arsenales al servicio del delincuente.

Para sabernos vivos tenemos que aprender las reglas de los perdonavidas. Todos los sinaloenses pacíficos estamos comprometidos con la vida, nunca resignados a la posibilidad de que nos eliminen. Quizá Carlos, el del valor cívico que defendió su lugar en la fila de la tortillería, se equivocó e hizo que la celebración navideña diera el viraje dramático al luto en el momento más inapropiado, en el lugar menos esperado, de la manera jamás imaginada. Comprendamos a la víctima como último reducto para darnos aliento los pusilánimes.

Detengámonos un poco a tasar la derrota del Estado que es a la vez la victoria de los criminales. Son dueños de las calles, disponen de la vida ajena, transitan libremente con sus ejércitos y arsenales ilegítimos, alteran la paz en ciudades y regiones enteras. Y los ciudadanos que no la deben ni la temen están en medio de la encrucijada de creerse cuidados por el gobierno u optar por el acobardamiento correctamente indispensable para que los malandrines respeten las vidas.

En Sinaloa desde hace rato,

Aquí la vida no vale nada,

E igual que en León, Guanajuato,

Hasta bailamos esa tonada.

Cuidado con la desesperación ciudadana porque al ver que la seguridad pública falla en proteger sus vidas y bienes la gente elige la justicia por mano propia antes de quedar a merced de la delincuencia que a sus anchas y con el gran escudo de la impunidad acecha a familias que a duras penas se sostienen en el esfuerzo lícito, sin la protección que deben proporcionarle las autoridades. Denunciar y a las horas ver a los transgresores en las calles es lo que orilla al “ojo por ojo, diente por diente” que los colonos de La Esperanza, en Mazatlán, le aplicaron a un ladrón que aparte de robar golpeó a un adulto mayor.