Empecinamiento obcecado
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Sinembargo.MX
Hace unos días, unos periodistas del Financial Times le preguntaban en entrevista al Presidente de Francia, Emmanuel Macron, si alguna vez se imaginó gobernar en una crisis de la dimensión de la actual, con efectos tan devastadores para la salud y la economía de la población. Macron respondió que no, que él no suele fantasear sobre escenarios posibles, pues prefiere estar alerta frente a los problemas que se presentaran a cada momento, porque un gobernante eficaz es aquel que sabe responder ante las situaciones siempre complejas y cambiantes que la realidad presenta. Hace años, cuando presidía el Gobierno de España, Felipe González comentó que el buen gobernante no es aquel que nunca mete la pata -algo por lo demás imposible- sino el que la sabe sacarla con rapidez.
Tanto Macron como González pertenecen a la categoría de políticos razonables, pragmáticos, que entienden las limitaciones que el entorno social y natural, cargado de incertidumbres, imponen a la política y a la gestión gubernamental.
En campaña los candidatos suelen proponer horizontes utópicos que nunca se pueden cumplir plenamente, pero los gobernantes sensatos suelen plantearse objetivos alcanzables y saben cuándo cambiar de rumbo si los acontecimientos lo requieren. Eso no implica que no tengan principios o que carezcan de proyectos claros: Felipe González encabezó una gran transformación del Estado español para adecuarlo a Europa y para desarrollar una red de bienestar al tiempo que impulsó la modernización de las infraestructuras; durante los años de su Gobierno se consolidó el nuevo régimen democrático, producto, a su vez, no de un delirio personal sino de un gran pacto social y político. Macron ha ido avanzando también en su proyecto de reforma institucional, aunque ha debido enfrentar con flexibilidad obstáculos ingentes, de amplio misoneísmo social.
La flexibilidad y la imaginación para generar respuestas a las difíciles concreciones de la realidad, más que los principios inflexibles y el aferramiento a los grandes proyectos, es lo que hace virtuosos a los políticos en las democracias, donde el diálogo y la negociación son parte del arreglo mismo y donde se entiende que no existe una razón única, sino razones que necesitan contrastarse y conciliarse constantemente. Cuando un gobernante se pretende como el único depositario de la racionalidad en una comunidad política, entonces se asoma la cabeza de la serpiente del autoritarismo, con sus males intrínsecos, y a lo largo de la historia hay pruebas suficientes de cómo a grandes terquedades, surgidas de la visión megalómana de la razón indudable, suelen corresponder grandes desastres sociales.
Frente a los políticos razonables siempre encontramos a los iluminados, a quienes están completamente seguros de la justeza de sus objetivos, que confían absolutamente en sus intuiciones, por encima de cualquier conocimiento técnico, y se imaginan a sí mismos como los salvadores de la Patria, destinados a cumplir con un papel heroico que cambie el rumbo de la historia. Es evidente que se trata de personajes con una visión desequilibrada de sí mismos y de la realidad en la que se desempeñan, pero que suelen ser exitosos en la política porque son muy hábiles a la hora de manipular las emociones sociales, sobre todo en tiempos de crisis o después de grandes fracasos. El miedo, la fe, los instintos comunitarios, suelen ser el alimento de los caudillos carismáticos que arrastran tras de sí esperanzas de redención, junto con el oportunismo racional de quienes creen ver en ellos la ocasión para hacer avanzar sus objetivos, sean bienintencionados o meramente egoístas.
Los caudillos suelen ser tercos; de hecho, conciben la terquedad como virtud, pues suele ocurrir que su empecinamiento es lo que les ha permitido enfrentar los fracasos en su camino al poder. Sin embargo, si la terquedad es virtud en una carrera política, suele ser catastrófica a la hora de gobernar, sobre todo cuando se carece de habilidad para procesar la información que produce la realidad cambiante y para adecuar las estrategias y los objetivos.
Esta crisis está exhibiendo de cuerpo entero a los políticos; está descarnando su entraña ética, pero también su talento -o la falta de él-, su sensibilidad, su empatía, su comprensión de la complejidad social. Las respuestas ante la crisis y sus resultados en el mediano plazo van a marcar, en las democracias, los destinos de los políticos que hoy están en el poder y de sus partidos y coaliciones. Ninguno va a salir del todo bien librado, pero la manera en la que se reduzca el daño va a ser producto de decisiones políticas, que requieren de flexibilidad y capacidad de adaptación. Los políticos europeos se enfrentarán al electorado cuando pase la tormenta, más pronto que tarde, y el liderazgo se consolidará o se renovará, para diseñar las salidas en la siguiente ronda. En los Estados Unidos las elecciones serán este mismo año, si la epidemia remite. Ahí las sociedades evaluarán si prefieren a los tozudos o a los creativos y flexibles.
Suele ocurrir, empero, que las limitaciones conceptuales, sumadas a la obcecación del juicio que la idea de misión genera en los caudillos políticos, suele conducir a abismos sociales, de violencia y destrucción de riqueza con consecuencias generales, a contrapelo de las buenas intenciones y los buenos deseos de los fieles. Creo que ese eso es lo que nos espera en México.
De verdad espero equivocarme, pero lo que veo es que la terquedad presidencial le obnubila la capacidad de análisis de la realidad y que no está tomando decisiones con base en los hechos, sino en función de sus objetivos inamovibles. Su idea misional es irrenunciable y todo hecho de la realidad que lo contradiga es eliminado del análisis. Solo se retroalimenta de los signos que refuerzan su misión. Los fallos son culpa de los malvados conservadores y de los acedos neoliberales. Él vino a redimir. Va derecho y no se quita, si le pegan se desquita.
Dudo mucho que el empecinamiento presidencial nos conduzca a buen puerto, pero él tiene legitimidad electoral por cuatro y medio años más. Es urgente, sin embargo, que tenga un contrapeso democrático en serio. Es indispensable que la democracia frene al delirio, sin derrocamiento y sin plebiscito de autoafirmación personalista, de acuerdo con las reglas que hoy tenemos. Es momento de comenzar a construir una opción electoral para 2021, que se haga cargo de que López Obrador no debe gobernar sin contrapeso y de que el contrapeso que requiere no es el de los conservadores reales que dominan al PAN y que acaban por justificar la retórica presidencial, ni la de los empresarios insolidarios que buscan solo proteger sus ganancias y socializar las pérdidas, sino el de una legislatura activa y propositiva, con ideas de reforma del Estado y la política para lo que viene.
Es hora de construir una opción de izquierda democrática, razonable y deliberativa, que se nutra de conocimiento experto, capaz de movilizar a los intelectuales que tanto maltrato han recibido de este Gobierno. Los restos del PRD deberían comenzar a hablar con Movimiento Ciudadano, para construir una lista atractiva de candidaturas comunes; las organizaciones civiles deberían abrir un debate sobre su abstencionismo electoral y deberían contribuir a construir un programa alternativo de reconstrucción, para ponerlo en juego en la elección del próximo año, con rostros que lo defiendan.