El viejo huraño de la casa enmontada

José Abraham Sanz
27 noviembre 2021

Estoy seguro que no era ni la primera ni la segunda mala suerte que tuvo don Luis al comprarse el terreno en esa zona de la calle Geranio en la colonia 10 de Mayo, porque entre tanta subida y bajada, estaba planito y era donde jugábamos al futbol o al cachibol de apuesta.

No fueron pocas las veces que llegaba casi arrastrando los pies, con la ropa desgastada y con visible cansancio, mostrando su hartazgo por ver que la careada aún no terminaba. Ya ni las buenas tardes respondía.

Salía muy poco a la calle. Siempre nos imaginábamos qué hacía dentro de su casa, porque aún en tiempo de calor mantenía la puerta cerrada.

La casa no tenía cimientos, se habían clavado en hoyos con concreto unas vigas que terminaban por darle forma y sostener las paredes de fajilla de pino y tabiques parados, con un techo de dos aguas cubierto de lámina negra.

La puerta, en algún momento estuvo pintada de roja, eran dos tiras de unos 40 centímetros de ancho de madera desgastada y que estaba molacha por la erosión de la parte de abajo y del medio.

A veces, cuando crecía demasiado el monte, casi te convencías de que era un lugar abandonado, a no ser porque llegaba casi siempre a la misma hora.

Lo veíamos salir y regresar después de apenas intercambiar un par de palabras con doña Nati, la dueña del abarrote, y comprar una coca de medio litro en envase de vidrio y un pan en forma de cochito, de esos que salen prietos porque la masa se revuelve con piloncillo.

Aún en una colonia como la 10 de Mayo, cuando éramos niños, entendíamos que algunas familias tenían más que otras, que todos trabajaban por salir adelante y que de pronto había episodios que reventaban la tranquilidad del barrio, pero siempre al final nos teníamos unos a los otros, desde las familias, hasta los amigos, y a veces hasta los vecinos con los que no eras amigo, pero que se acomedían ante la emergencia.

Don Luis no, porque casi nunca lo veíamos, casi nunca salía. Casi nunca quería ser amable, ni platicador, ni amigo de nadie. Era, para la plebada, una referencia de la soledad y de la pobreza.

Conforme avanzaron los años, el viejo huraño se fue desmoronando, me di cuenta que usaba una y otra vez los mismos pantalones cafés remendados con decenas de hilos en las comisuras de las bolsas traseras, unos viejos tenis de lona negros imitación a los Vans con las agujetas destripadas y que el color de su piel se notaba por encima de la camisa, como tiñiéndola por pegársela demasiado y porque la tela ya estaba tan desgastada como papel cebolla.

Las arrugas de su cara se fueron hundiendo y haciéndose más anchas y se fue quedando sin dientes.

Tenía la mirada dócil, como café, grande, rostro tosco y barbilla ancha. Una rara combinación entre el Botija y el Chómpiras, con la barba siempre crecida, en un nivel que pareciera haberse manchado con chinola para zapatos.

No le recuerdo otro gesto de felicidad que el que traía cada que regresaba con la coca y el cochito.

Tampoco recuerdo haberme fijado en su falta de ambición o quizá nunca entendí las limitaciones que evidentemente las tenía muy ocultas.

Como yo, la mayoría no le conoció mucho.

Su vecina, doña Alma, a veces se preocupaba por él, y le regalaba algún plato de comida. Pero don Luis siguió los últimos 20 años de su vida de la misma manera: en esa casa enmontada con la puerta tan chimuela como su propia dentadura, comiendo pan con cochito y pateando la hierba alta para entrar a su casas, con su ropa remendada y de papel cebolla, y su cara pintada de chinola negra.

Los que lo conocieron más allá que eso, tienen otra versión.

Trabajaba como ayudante en la elaboración de mosaicos y lavaderos, de concreto y de granito, todos le decían “El Chale”, y casi nadie le ganaba a las vencidas.

Cuando la vejez lo alcanzó, junto con otros achaques de los que nunca le habló a nadie, tuvo que retirarse del trabajo físico.

Lo veían entonces recogiendo fierro viejo, tenía su propia ruta trazada, porque su depresión no era de las que lo mantenían en la casa y don Luis prefería caminar.

Regresaba a casa, después de su ruta por Montebello y la colonia Guadalupe, con botes de aluminio y pedazos de fierro viejo. Y dicen que de vez en cuando sí volvía a colar un lavadero.

A mediados de la década de los 2000, los vecinos dejaron de ver a don Luis. Estaba radicando en otro estado cuando me dieron la noticia y no pude hallar ningún recuerdo en el que intercambié diálogo con él.

Hallé una vez que nos echó agua por estar jugando futbol afuera de su casa.

Y no pude evitar pensar que hay veces que todos queremos ser como don Luis en Culiacán, porque hay vecinos que no son amables, son demasiado problemáticos o pueden ser criminales, pero también entendí la importancia de valorar a la familia y a los amigos.

Ya ves que de repente ya no se daba cuenta uno, me comentó un amigo sobre esa vez que don Luis se perdió, pues siempre estaba enmontada la casa; ya no sabías si estaba adentro o afuera... hasta que comenzó a apestar.