El otro y uno 1
Las verdades de perogrullo tienen la enorme ventaja de ser admitidas por todos; son tan obvias y de una simpleza transparente que no dejan lugar para las discrepancias. Un ejemplo de estas verdades es la que dice: todo lo que existe: personas, animales, plantas y cosas son interdependientes o, si se prefiere, todo ente para ser se relaciona con otros, no puede ser sino con otros. Así, el pasto se relaciona con el Sol, la Luna con la Tierra, aunque también, con el aullido de los lobos.
La filosofía suele partir de estas verdades obvias para levantar su discurso. En este caso no buscaré problematizar la relación de todo con todo, sino ver ese vínculo desde la perspectiva más abstracta y analizar lo vinculado: toda relación es entre “uno” y “otro”. El “uno que me interesa es el uno mismo: el ser humano, y me interesa, entre todo lo otro” con lo que nos relacionamos: el otro yo. ¿Qué pasa entre el uno mismo y el otro?, ¿qué hay en el fondo de la relación entre las personas?
Y una vez más, son muchos los motivos que nos relacionan con nuestros semejantes. La necesidad es uno de ellos, acudo al médico o al panadero porque necesito algo de ellos, pero también es la necesidad por lo que me vinculo con mi patrón o con mi empleado. La muy diversa índole de mis necesidades me hace trabar relación con otros. Pero no todas mis necesidades son básicas, quiero decir, perentorias para sobrevivir. Hay otro tipo de necesidades, de faltas en mí que busco remediar con el otro. Una de esas faltas es la que enuncio cuando digo: “me siento solo”. Busco al otro no para asegurar mi subsistencia o mi existencia, sino la calidad de mi vida. La soledad me saca de mí mismo y me pone en el rumbo de encontrar un cómplice, un amigo, una pareja: alguien con quien compartir lo que me pasa; alguien que me complete, que me apoye, que subsane mi falta.
En este rumbo hacia el que me encamino cuando quiero salirme de mí mismo, me topo con personas de toda índole; pero, curiosamente, huyendo de mí, salgo a buscar a quienes se parecen a mí. Mi criterio de selección hace que elija a quienes mejor cuadren con mi manera de pensar, a quienes sean más parecidos a mí en gustos, en deseos, en aspiraciones o, dicho en pocas palabras, a quienes tengan una falta como la mía: busco personas afines, a aquellas que corren como yo hacia el mismo fin. Y ahí, en ese grupo de espejos, puede darse la amistad o incluso el amor.
El otro, es mi hermano, mi alma gemela; el otro me secunda o yo a él, el otro me completa, me complementa, me hace sentir “contento” (que literalmente significa colmado). En la amistad dejo de sentirme solo. En el amor me siento pleno; tan pleno que todo lo demás me resulta superfluo, prescindible: estar enamorado es esa experiencia -infortunadamente transitoria- en la que con el otro se cierra y se completa el mundo entero.
Pero ese otro, tan parecido a mí, tan semejante a mí, inevitablemente es otro y, tarde o temprano, su otredad emerge y aparecen las diferencias, las desavenencias, y es cuando en la amistad y en el amor asoma -llamémoslo con su estricto nombre- el poder. El coro original del acuerdo, el coloquio donde el mismo mensaje iba de uno al otro y del otro al uno, es sustituido por la discusión, por la polémica en la que se intenta persuadir al otro para que siga siendo, pensando, comportándose como uno: se da el afán eterno de desotrar al otro.