El odio, la otra pandemia

Jorge Zepeda Patterson
14 marzo 2020

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@jorgezepedap

Las escenas comienzan a ser apocalípticas en Europa. Por segunda vez en pocos minutos una brigada de empleados vestidos con atuendos que hacen pensar en Chernobyl, esparcen un líquido gaseoso en la terminal de ferrocarril de Liege, Bélgica. Una vez a bordo del tren, el vagón del café bar informa que solo pueden servir agua, para evitar riesgos de contaminación. La ciudad que dejamos más atrás, Maastrich no solo había anunciado la suspensión de clases y toda reunión cívica, cultural o religiosa, muchos de los restaurantes comunicaban que cerrarían en los siguientes días. Pero la verdadera sensación de orfandad provino del correo que golpeó mi email un día antes cuando estábamos a punto de partir a Dusseldorf: el Hotel Feliz, porque tal era el nombre del desdichado establecimiento, había cancelado unilateralmente nuestra reservación.

Me encontraba al inicio de un tour por Alemania que llevaría a presentar en aquel país mis novelas Milena y Corruptores, traducidas y publicadas por la editorial Elstersalis. La idea era una serie de eventos que comenzarían en la feria del libro de Leipzig y continuarían en Berlín, Hamburgo, Munich y Berna en un recorrido que tomaría poco menos de un mes. Bueno, eso era antes del coronavirus. Nunca llegué a Alemania. El terror a la pandemia cambió de la noche a la mañana los planes de buena parte de la población europea y dejó a este ex entusiasmado autor mexicano varado en una estación de tren sin destino aparente y, por lo menos hasta la fecha de regreso del avión a México, sin oficio ni beneficio. Viajes, reservaciones y presentaciones habían sido fulminantemente canceladas.
Tampoco es que pudiera quejarme. La crisis simplemente me convertía en un turista improvisado; a los que me rodean en cambio les están sucediendo cosas peores. Comercios cerrados, empleos perdidos, clases suspendidas, planes de vida severamente trastocados, viajes interrumpidos. No es que la gente deje de ir a los cines, a las tiendas, a los clubes, a los estadios, antros o iglesias; es que simplemente están cerrados todos los recintos destinados a socializar, divertirse o fraternizar; para pecar o para arrepentirse después de haber pecado. Las autoridades desean que la gente simple y llanamente se recluya. Como en los peores días de la dictadura stalinista toda reunión de más de cuatro personas es considerada un peligro para la sociedad, aunque ahora lo sea por motivos de salud.

Algo de esto había comenzado a suceder en México en los últimos días, pero con una diferencia notable. Alemanes, belgas y holandeses con los que he podido conversar aceptan las draconianas medidas con resignación disciplinada; lamentan las consecuencias, por supuesto, pero no cuestionan y mucho menos incriminan al funcionario que se ve obligado a tomarlas. Quizá se trate de pueblos que han pasado por tragedias tan traumatizantes que están acostumbrados al sacrificio colectivo, comunidades que asumen sin necesidad de encontrar a alguien con quien desquitarse que las calamidades existen y que la mejor manera de afrontarlas es que cada cual haga la parte que le corresponde.

En México existen solidaridades, desde luego, pero parecen restringirse al ámbito del barrio o de la red familiar. La confianza en el colectivo es difusa, salvo en momentos coyunturales o circunstancias efímeras. En medio de un temblor hemos visto escenas heroicas que dignifican la generosidad del mexicano. El problema es el día siguiente, normalmente marcado por la desconfianza, la incredulidad, el escepticismo y el sálvese como pueda.

La tragedia en nuestro país va acompañada de la compulsión por encontrar a un responsable. Seguramente el virus es más letal e hizo más estragos por la negligencia de un imbécil, la incapacidad de cualquiera que parezca tener un ápice de responsabilidad. En estos países no he encontrado críticas a las autoridades responsables, más allá de alguna observación sobre si tal o cual medida fue tomada con mayor o menor prestancia. Pero una vez anunciados, los protocolos se siguen puntual y disciplinadamente.

Supongo que la tragedia que nos abruma es más fácil de sobrellevar con el descargo liberador que supone culpar a un chivo expiatorio, llámase Claudia Sheinbaum, Andrés Manuel López Obrador, Manuel Bartlett o por qué no, Robben, quien fingió el penalti con el que nos eliminó Holanda en el Mundial de 2014. Cualquier cosa antes que aceptar que tenemos que sufrir padecimientos y sacrificios porque alguien nos los pide en nombre de todos. Siempre será más fácil crucificar al mensajero de las malas noticias, así sean para prevenirnos de males mayores. Espero que los mexicanos estemos a la altura de la crisis que se nos viene encima, a condición, claro, de que podamos superar rencores, golpes de pecho y dedos flamígeros. Una pandemia es ya un flagelo demasiado terrible para que además la convirtamos en una epidemia de odio.