El mundo que no queremos
Está por acabar este año y todas y todos reflexionamos de alguna manera sobre los 365 días que concluyen y los que tenemos por delante. Propongo que empecemos por el punto en el que estamos y demos gracias por no haber enloquecido (espero) ante el mundo y la realidad que vivimos el último año.
Hemos presenciado cómo los liderazgos autoritarios en diversas partes del mundo están accediendo al poder o haciendo todo lo que pueden por permanecer en él. Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989 pensamos que se habían acabado las confrontaciones y que la democracia llegaría como forma universal de gobierno. Estábamos profundamente equivocadas y equivocados. No sólo no llegó el fin de la historia (Fukuyama dixit) sino que se abrió un nuevo capítulo en el que los conflictos contenidos al interior de cada bloque mundial resurgieron y nos encontramos hoy con un mundo en guerra latente en prácticamente todas las latitudes.
Vemos a estos tiranuelos despreciar las instituciones, acusar desde sus púlpitos teóricamente republicanos y laicos con voz de mesías, las supuestas conspiraciones que sus detractores maquiavélicamente fomentan en su contra, polarizar a la sociedad al más viejo estilo estalinista para apropiarse de la verdad histórica (que es en realidad la búsqueda por apropiarse y usar las estructuras del Estado para adecuarlas a sus intereses), despreciar la libertad de expresión y perseguir cualquier voz disidente o crítica, amenazar a su base de votantes con la democracia misma, es decir, “si hacen uso libre de su opinión, votan y usan las instituciones democráticas existentes -que fueron construidas antes de que ellos llegaran al poder y por lo tanto son malas porque las hicieron “los otros”- corren el riesgo de perder lo ganado” (que en realidad no es nada más que ilusiones de un discurso populista y confrontador) y sembrar el miedo como forma de gobierno.
No sólo escuchamos, sino que hemos visto la llegada de líderes “de izquierda” y de derecha que desprecian la igualdad de género. Algunos han llegado a decir que las feministas surgieron financiadas por sus enemigos de derecha para atacarlos, otros confunden la igualdad de género con la “ideología de género” y otros más, de plano, están dispuestos a borrar toda institución, presupuesto y ley por la igualdad “porque son superficiales e implican un gasto de gobierno innecesario”. También hemos testificado como en algunos países se han eliminado los programas de género de la matrícula universitaria.
Hemos visto que varias plagas silenciosas se han apoderado de la mayor parte de la población: la depresión, la ansiedad y el estrés. Nadie habla de ellas porque existe un estigma profundo en las sociedades -no importa si son orientales, occidentales, urbanas o rurales- en torno a la salud mental. O se ignora o se minimiza esta realidad. Este problema afecta la vida y el bienestar de personas, familias y comunidades enteras, además de costarle 4 por ciento al PIB mundial. Silenciosamente han llegado y silenciosamente se tratan o se ignoran o minimizan, como si tener un padecimiento o problema de salud mental fuese una vergüenza.
También hemos acompañado el crecimiento y paulatina consolidación de una sociedad en la que el narcisismo se ha convertido en el pan nuestro de cada día y en donde la empatía empieza a brillar por su ausencia. Sabemos que el trastorno narcisista de la personalidad y la psicopatía narcisista empiezan a ser reconocidos y nombrados y que tienen un efecto devastador en las personas que viven el abuso de esta naturaleza. Hace tiempo que los juristas exploran la manera de abordar los actos delictivos cometidos por psicópatas. Los últimos años han visto una creciente conciencia y visibilización del abuso narcisista, sobre todo en España, Argentina y Estados Unidos, y en países como México el tema apenas se empieza a abordar. Ni siquiera las y los expertos de la salud mental lo consideran o toman en serio como debería. Hace algunos años se consideró que el machismo le costó -por poner un ejemplo- a México mil 400 millones de dólares al año. Habría que investigar cuánto le cuesta la violencia narcisista al PIB mundial, a la productividad y el costo en términos de violación de derechos humanos. Por algo el 1 de junio se ha establecido como el Día Internacional de la concientización del abuso narcisista. Hago énfasis en esto porque, entre otras cosas, una sociedad que se está haciendo adicta a los “likes”, a tomarse fotos a sí misma (selfies) y a vivir vidas “perfectas” o al menos perfectas para la foto del día, está abriendo el camino a un ethos narcisista sin límites y a una cultura que engrandece los rasgos característicos de las personas con esta psicopatía o trastorno.
Vemos también que la violencia contra los animales no para. Vivimos una realidad en la que los animales son tratados como objetos y en los que en muchos casos una silla tiene más valor que la vida de un perro. Mientras en algunos lugares se cierran las llazas de toros para transformarlas en espacios de arte y difusión, en otros se dan pasos atrás desde el Poder Judicial para permitir que se reabra la práctica de tortura y sacrificios de los toros. Ni qué decir de una sociedad que viaja a lugares paradisíacos a tomarse fotos (selfies para sus redes sociales) con elefantes o camellos y no se han sentado a ver el abuso y maltrato que viven los animales en los que posan con su orgullosa sonrisa; o que se toman fotos en delfinarios o asisten a espectáculos acuáticos sin pensar dos segundos que los animales que les divierten deberían vivir en océanos y no estar confinados a una cubeta gigante en la que tienen que pasar encerrados el resto de su vida. Se educa a las y los niños a no tomar en cuenta a los animales, porque son animales y eso les hace seres de segunda en este mundo.
No profundizo más en la destrucción del planeta y la naturaleza. Creo que es evidente, me parece, para todas las personas y el cambio climático que estamos viviendo es una muestra de ello. “Otis” en Acapulco nos lo recordó hace unos meses.
Este es el mundo que no queremos.
Lo que queremos es un mundo de democracia, paz, diálogo, respeto, instituciones sólidas, liderazgos integrales y con visión global, igualdad, respeto para la diversidad, leyes que consideren a los seres sintientes y que no les traten como objeto simplemente porque no tienen forma humana. Un mundo en el que la salud física y mental sean la constante y no la excepción y en el que la empatía sea más importante que simular vidas de revista o perfectas.