El miedo y la nostalgia
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Y además de todo, hay una epidemia de sentimientos, de emociones yuxtapuestas que atenazan a quienes habitamos este país averiado. Las calles ciertamente están semi desiertas y por todas las ventanas de los edificios salta como un suicida el miedo; yo lo he visto pasar en bicicleta, en autos veloces que atraviesan las avenidas con las ventanillas cerradas. El miedo y el temor, que son primos hermanos, acompañan a quienes se aventuran por calles estrechas a pasear a sus perros y a quienes se quedan guardados. Se siente lo espeso de este miedo en la soledad de las calles, franqueadas tan solo por aquellos que, muertos de miedo, le temen más al hambre y se arriesgan a salir de sus casa porque no les queda más remedio o porque mantienen una tenue esperanza de vender algo; pero no hay nadie o hay muy pocos afuera.
El hartazgo también está presente adentro, mordaz, recrudecido, feroz y hasta sanguinario… Y ahí puede apreciarse otro miedo, un miedo, que no es nuevo, pero que era esporádico, que tenía sus horas, que podía esquivarse gracias a la ausencia, al respiro que daban la calle, la escuela, el trabajo: a lo que existía afuera. Porque el violento se oreaba, se iba. Hoy se quedó ahí detrás de muchas puertas con su amenaza persistente.
El miedo ha cundido más que el virus; es otro virus igualmente mortal o quizá más. Y uno respira, cuenta hasta 100, se tranquiliza, piensa que está sobreinformado, que es un efecto secundario de un peligro real y toma un libro, ve una película, se asoma por la ventana y el vacío de las calles lo regresa a uno, al mayor de todos los encierros: estar con uno mismo, y uno se recorre, se revisa, visita sus recuerdos: en el pasado hay mucho, mucho que repasar, que sopesar. La vida se extiende con facilidad enorme hacia el pasado, pues el futuro está como las calles, está como las estadísticas de los países que nos aventajan en el número de contagios y de muertos. Y el presente es esto: estar encerrado en uno mismo, aislado en uno mismo.
Y es aquí donde me entra como un forajido la nostalgia, la nostalgia por la libertad perdida, por lo que antes era posible, viable, normal. Y sopeso cuánta libertad he perdido. Todos la han perdido. ¿Dónde están esas calles en las que uno podía jugar o darse el lujo de ser un empedernido noctámbulo?, ¿dónde, esos restoranes, bares y cafés en los que, con un cigarro cómodamente sentado, se hacía la sobremesa?, ¿dónde esas calles en las que el humor, la sátira o la ironía eran entendidos y no los prohibía la chata y castrante regla de lo políticamente correcto?, ¿dónde está ese país que el miedo fue angostando hasta encerrarnos, poco a poco y ahora de manera literal, dentro de nosotros? ¿Y, cuando todo esto acabe, a qué clase de calles habremos de volver?, ¿con qué clase de transeúntes sonámbulos habremos de encontrarnos?
Twitter: @oscardelaborbol