El litigio sobre la identidad ciudadana

Jorge Javier Romero Vadillo
01 febrero 2020

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SinEmbargo.MX

Como suele ocurrir en este Gobierno, fue una instrucción del señor del gran poder, dictada desde el pedestal donde perora cotidianamente, la que terminó con el conflicto abierto entre la Secretaría de Gobernación y el Instituto Nacional Electoral por la intención de la primera de hacerse con la información biométrica de todos los electores resguardada por el segundo, con el objeto de utilizarla para crear una nueva cédula de identidad para todos los mexicanos.

Con muchas razones, el órgano electoral se negó a entregar esa información, proporcionada de buena fe por cada uno de nosotros al Registro Federal de Electores para contar con una credencial para votar con fotografía que, por su confiabilidad, se ha convertido en los hechos en el documento nacional de identidad, a pesar de no serlo de manera oficial. Vale la pena recordar la historia de esta identificación para entender la justeza de las razones del INE y para plantear una ruta razonable que lleve a su sustitución -la creación de una cédula paralela sería un despropósito- por un documento único de identidad, de valor oficial más amplio, que llegare a sustituir a todos los registros oficiales, desde el de causantes hasta los de la seguridad social.

Durante toda la época clásica del PRI, desde la ley electoral de 1946, el padrón electoral fue un listado incierto y manipulable de la ciudadanía con derecho al voto. Las personas se inscribían y a cambio recibían una credencial de papel sin mayores datos que el nombre, el domicilio y la sección electoral en la que le correspondería votar a cada quien. Es de sobra conocido que ese documento carecía de certezas básicas para garantizar el principio básico de una persona, un voto, y su manipulación fue una práctica común en un país donde las elecciones eran una simulación.

Las listas nominales de electores estaban pobladas de muertos y de duplicados y era frecuente que se tuvieran múltiples identidades electorales o registros en varios domicilios, lo que permitía todo tipo de prácticas fraudulentas a la hora de los comicios, conocidas con nombres folclóricos, como “el ratón loco” o “el carrusel”. Los difuntos solían volver de ultratumba para emitir su sufragio y el padrón era un catálogo incierto de la ciudadanía mexicana, que permitió al partido del régimen la institucionalización informal de la manipulación electoral, tanto federal como local, ya fuera para evitar el triunfo de los candidatos opositores como para abultar artificialmente las votaciones favorables al PRI, en un país donde solo votaban las clientelas cautivas, pues todos sabían que las votaciones no eran otra cosa que una ficción aceptada para legitimar las decisiones centralizadas en la Presidencia de la República sobre quienes gobernarían o legislarían en todos los rincones del país.

Después de las inciertas y de seguro fraudulentas elecciones presidenciales y legislativas de 1988 -las más competidas desde 1952 debido tanto a la escisión del PRI, de la que surgió la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, como a la eclosión del PAN, que desde 1983 se había convertido en el vehículo para canalizar electoralmente el descontento empresarial y de clases medias conservadoras provocado por la expropiación bancaria de 1982 y por la crisis económica en la estaba inmerso el país-, el sistema electoral controlado por el gobierno se hizo insostenible. Las elecciones locales habían sido en los años previos una fuente constante de inestabilidad y, en lugar de servir de coartada legitimadora, minaban una tras otra la legitimidad del dominio priista, pero el desaseo de la elección federal, que había culminado con la “caída del sistema” de la noche de los comicios, hizo indispensable un nuevo pacto para evitar una ruptura institucional de proporciones mayúsculas.

Fue así como comenzó un ciclo de pactos políticos que, finalmente, condujeron al de 1996, del que nació el actual sistema electoral. El primero de aquellos pactos fue a dos bandas, entre el PRI y el PAN en 1990 y de ese nació el Instituto Federal Electoral, todavía no autónomo, pero si profesional, con un cuerpo de funcionarios reclutado por concurso y con un sistema de incentivos ligado al desempeño y no a la lealtad política, y un nuevo padrón electoral levantado con técnicas censales y que es la base del padrón vigente. El levantamiento del nuevo padrón se hizo con visitas domiciliarias, lo que lo hizo confiable y veraz, aunque no contó aún con un documento que garantizara la identidad de los votantes registrados con toda certeza.

La credencial para votar con fotografía fue resultado de una reforma ulterior, en 1993, para darle mayores garantías a la elección de 1994. Fue un paso fundamental para garantizar el derecho a la identidad en un país que hasta entonces era de indocumentados o, peor, de inciertamente identificados. Los mecanismos con los que el Registro Federal de Electores garantizó la expedición de la nueva credencial hicieron que pronto esta adquiriera un prestigio que la convirtió con el tiempo en la identificación nacional por antonomasia, mientras que el mandato constitucional de creación de una cédula de identidad nacional se fue postergando, hasta convertirse en papel mojado.

El pacto de 1996, que dotó de autonomía plena al IFE y consolidó la existencia del servicio profesional electoral, contribuyó a que se institucionalizara la credencial para votar como documento de identidad. Gradualmente, sus elementos de seguridad se han ido haciendo cada vez mejores y ha contribuido a la confianza social en su valor como identificación. De ahí que sea un despropósito pensar en duplicarlo con otra cédula en estos tiempos.

Desde luego que se puede aspirar a que la credencial para votar evolucione hacia un documento nacional que identifique nuestras múltiples identidades ciudadanas. Tanto para el Estado como para todos los mexicanos sería mejor contar con una sola clave y una sola identificación, pero ello solo sería posible como resultado de un nuevo pacto del calado del de 1996 o mayor, de manera que fuera un organismo evolucionado a partir del INE, una suerte de Instituto Nacional de la Ciudadanía, igualmente autónomo con un cuerpo igual de profesional y con mayores capacidades técnicas, el encargado de generarla con criterios estrictos de protección de datos y certidumbre en su elaboración. Sin embargo, eso es impensable en el momento actual, en el que se ejerce el Gobierno de manera facciosa y clientelista y sin fuerzas políticas de contrapeso para garantizar los términos del nuevo arreglo. Por lo pronto, quedémonos con la credencial del INE, que funciona bien, aunque quede pendiente el tema de la identidad con certidumbre de los menores de edad, después del fallido experimento de hace unos años.