El ladrón de elefantes

Juan José Rodríguez
26 octubre 2020

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Ayer estuve viendo una pelea de elefantes a orilla del Río Ganges... No, no de manera presencial. Esto ocurrió en un documental francés, cuya visión me recordó una vieja leyenda tropical mazatleca.
No puedo llamarla “leyenda urbana” porque la ciudad entonces estaba muy pequeña, pero tampoco era un pueblo y se me hace muy despectiva la palabra marismeña, hoy en desuso.
Como tenía desde hace tiempo deseos de escribir sobre la leyenda local del Ladrón de elefantes, me puse a investigar un poco de lo que se necesita para manejar un paquidermo.
En la India, tener un elefante es como tener una limusina. Si eres rico, puedes usarlo cuando quieras, hasta para ir por tus hijos a la escuela... si deseas avergonzarlos y gritarle al mundo que padeces de mucho dinero. Una persona de buen gusto suele usarlo solo cuando es necesario o lo exija el protocolo.
Si no eres rico, usa tu elefante como lo haría el dueño de una limusina y podrás tener un nivel de vida decente. Alquilarlo para grandes ocasiones. Bodas, recepciones, eventos políticos u ofrecerlo para ampulosas procesiones y celebraciones religiosas. Ese es el verdadero negocio.
El problema es que un mahout -así se les llama a quien los cuida y maneja- no es como cualquier conductor de limusina. La mayoría debe haber vivido con el elefante buena parte de su vida para conocerlo muy bien.
Ambos necesitan su propia alimentación, espacio para vivir y mismo veterinario. No, no me burlo de los mahounds: las extrañas enfermedades de los elefantes también las tienen los humanos y solo un veterinario sabe la justa terapia para tratarlas.
Por eso, en la India es tan complicado conducir un elefante, en cambio, aquí en México basta con saber inglés.
Todo comenzó con la llegada de un circo al entonces baldío terreno de la Playa Sur. Buena parte de la chiquillada y juventud del puerto se entregó a auxiliarlos en la labor de alzar la carpa.
Por un día de jalar cuerdas, corretear entre las bailarinas y carromatos se ganaban un boleto de entrada, con el cual el empresario garantizaba un lleno total el primer día. Se dice que un pícaro del centro se dio cuenta de que los elefantes obedecían solo las órdenes en inglés. Y vio su oportunidad.
Cuenta la leyenda que esa noche se llevó los dos elefantes y los escondió cerca del faro, que en aquel tiempo no era tan visitado por legiones de deportistas.
Luego de una semana, los elefantes tomaron agua de mar, se purgaron, pusieron flacos y aparte les dio gripa. (Solo este último detalle provocaría que luego fuera detenido el transgresor de la ley).
Según esto, ya había tratado con otro circo de rancho la venta de los elefantes y cuando los llevaba a las 12 de la noche del faro al Mercado Pino Suárez -¡por toda la Avenida Benito Juárez!- para que una camioneta de estaquitas de verdura los trasladara a las afueras del puerto, uno de los elefantes estornudó y con su trompa chicoteada rompió una vitrina en la Zapatería Díaz. (¿O sería la Casa Grande? Quién sabe. Yo solo cuento lo que la gente cuenta).
Si no hubiera salido el velador envuelto en la cobija y con un revólver exigiendo que le pagaran la vitrina, el personaje en cuestión habría sacado con éxito sus elefantes del puerto.
Vale aclarar que en aquel tiempo la gente se iba a dormir temprano y luego se quedaban desiertas las calles de aquel tranquilo Mazatlán sin televisión y raquítico alumbrado público.
¿Verdad o mentira?, yo no puedo decirlo ni ratificarlo, pero esta leyenda tropical es mejor que un mito oriental o cualquier episodio de las Mil y una noches.