El horizonte último de la empatía: la compasión
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pabloayala2070@gmail.com
Algunas veces en este mismo espacio he hablado de la importancia personal y social que tiene la capacidad de actuar de manera empática con los demás.
Esta capacidad la poseen, como decía Adam Smith, desde la persona más generosa que podamos conocer “hasta el más brutal violador de las leyes de la sociedad”. Esto es así porque, continúa Smith, “por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse en la suerte de otros, y hacen que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive nada de ella más que el placer de contemplarla”.
Vista de esta manera, la capacidad de ser empáticos viene dada por nuestra naturaleza humana. En mayor o menor medida, según sea nuestra sensibilidad, somos capaces de ponernos en el lugar del otro para comprender y dimensionar el tamaño de sus alegrías y penas, incluso las que nosotros les generamos.
Por la manera en que brota y se manifiesta, la empatía es un sentimiento moral y un valor relacional. Sentimiento, porque surge de manera espontánea (casi involuntaria) y valor porque la consideramos como deseable y constructiva en nuestras relaciones con los demás.
Sin embargo, la empatía tropieza con algunas barreras que en ocasiones la vuelven, digámoslo así, un sentimiento moral limitado. Me explico.
Imagine el siguiente escenario en el que se entrecruzan estas cinco situaciones y piense por quién de estas personas sentiría más empatía: 1) Un hombre de 85 años, contagiado de Covid-19, está intubado en un hospital. Al parecer su nieto de 21 años lo contagió. 2) Pensando dónde pudo haber pescado el virus, el nieto que contagió a su abuelo llega a la conclusión de que fue en una carne asada que organizaron sus amigos de Prepa o en el estadio de béisbol.
3) Un médico que atiende enfermos de Covid-19, tras cinco meses de trabajo ininterrumpido en el hospital, salió contagiado. 4) Hugo López-Gatell, en su conferencia vespertina, explica las razones por las cuales no es tan útil ni efectivo usar el cubrebocas. 5) La madre de familia que dio permiso para organizar la carne asada, comenzó a sentir síntomas de Covid-19.
Con la poca información que usted posee sobre cada uno de estos casos, del uno al diez, seguramente, usted sentirá más empatía por el abuelo y el médico. A mitad de la escala de la empatía podrían quedar la madre del chico que organizó la carne asada, poco más abajo López-Gatell y en último lugar el chico que contagió a su abuelo.
Sentir más empatía con quien sufre es parte del proceso de ponernos en el lugar del otro. Somos más empáticos hacia las penas más graves que hacia aquellas que consideramos una frivolidad o una tontería o, incluso, reacios a mostrarnos empáticos con aquellos que pensamos se merecen o se ganaron a pulmón la pena que sufren.
Sin embargo, en la medida que vamos teniendo más información del hecho o, bien, la persona que sufre es cercana a nosotros, nuestra empatía aumenta.
Por ejemplo, si nos enteramos que el joven que contagió a su abuelo entró en una depresión tan aguda que le llevó a dejar de tomarse el tratamiento y hoy está al igual que su abuelo intubado, o que el médico que se contagió en el hospital prefería estar ahí que en su casa, porque la convivencia con su esposa se volvió tan insoportable que con frecuencia llegaban a los golpes, o que la madre que permitió organizar a su hijo la carne asada accedió porque pensó que podría tener más control de la situación, con toda esta información añadida, nuestro nivel de simpatía se modificará; en algunos casos crecerá y en otros se reducirá.
La cercanía hacia quien sufre puede provocar que nuestra empatía llegue a extremos ridículos. Por ejemplo, la madre del doctor que golpea a su esposa, podría sentirse profundamente afectada por la situación que enfrenta su hijo, mientras que el hermano de esta no ve el momento en que el Covid-19 se ensañe contra el médico. Por el contrario, la distancia hace que, prácticamente, se desactive nuestra empatía, de ahí que cuando nos enteramos que un tsunami impactó una isla remota provocando la muerte de seis aldeanos, apenas hace que se nos mueva una ceja.
Y, justamente, en este punto es cuando nuestra capacidad para sentir empatía comienza a echar aguas. Cuando la persona que sufre la asumimos como alguien completamente ajena a nuestra vida, cuando el dolor que le aqueja lo diluimos entre un grupo más amplio, cuando no reconocemos en ella la fragilidad y vulnerabilidad que comparte con nosotros, y cuando nos dejamos llevar por las etiquetas que le ponemos (desconocida, imprudente, estúpida, cínica, sinvergüenza, etc.), nuestra capacidad para simpatizar comienza a adelgazarse tanto que termina por quebrarse.
La salida a estas limitantes la encontramos en la compasión y, más específicamente, en algo que podría entenderse como compasión extendida.
Por decirlo brevemente, la compasión es el-deseo-de-aliviar-el-sufrimiento-del-otro. No importa quién sea, ni dónde esté la persona que sufre. Basta saber que esta padece algún sufrimiento para ir a su encuentro, tal como lo hiciéramos con alguien que forma parte de nuestro círculo cercano.
Cabe aclarar que la compasión está no es lo mismo que la lástima. Al reconocer la humanidad de quien sufre, nuestra capacidad para compadecernos, para empatizar con su dolor nos mueve a acortar la distancia. Por el contrario, la lástima se queda en la mueca torcida y el ojo vidrioso respecto a lo que vemos, pero no va más allá.
La compasión extendida, por su lado, busca ir más allá de nuestros grupos cercanos de referencia, nos lleva a reconocer en los otros su condición humana, nos veamos reflejados en ellos, permitiéndonos actuar en consecuencia.
Sé que se dice fácil y se escucha difícil. Nos cuesta imaginarnos sintiendo empatía y compasión por un violador, un político corrupto, un asesino a sueldo o un ratero callejero, pero de eso se trata el asunto, de darnos cuenta que, por asquerosos que resulten, comparten con nosotros su condición de humanidad, es decir, su fragilidad, miedos, alegrías, inseguridad, deseos y ese largo etcétera que configura nuestro universo emocional.
Sobre los niveles de la compasión le hablaré entrando el año, porque me perderé en casa el siguiente par de fines de semana imaginándome que me encuentro de vacaciones. Mientras tanto, le deseo muy felices fiestas en, y desde, la-sana-distancia.