El golpeador y el comediante
Antes de ser Presidente de su país, Volodymyr Zelensky era un actor que le daba vida a un Presidente en una serie de televisión. En “Servidor del pueblo”, el programa de comedia, el personaje de Zelensky era un profesor de secundaria que es grabado por uno de sus estudiantes mientras se lanza apasionadamente contra la corrupción imperante. El video se hace viral y, un poco a pesar de sí mismo, el profesor se convierte, de la noche a la mañana, en Presidente de Ucrania. El ascenso de Zelensky no es tan distinto al de su personaje. El nombre de su partido es el mismo del de la serie de televisión. Con esa bandera del hombre común que lucha contra el cinismo de la clase política, alcanzó la Presidencia.
Antes de ser Presidente de Rusia, Vladimir Putin era un espía. Un agente de la KGB que se dedicaba profesionalmente al engaño y al hurto de secretos tecnológicos. Tenía una breve experiencia administrativa y había pasado por la universidad, pero insistía en que su escuela había sido la calle. A puñetazos se había labrado prestigio de golpeador que jamás se doblaría. Uno hacía reír y se reía de sí mismo, el otro se tundía a golpes con quien se atreviera a maltratarlo con la mirada. Uno se pintaba la nariz de payaso, el otro aspiraba no a vencer, sino a vengar.
Estos personajes de carreras sorprendentes son los protagonistas del drama que vivimos. No solamente se enfrentan en Ucrania los tanques y las bombas molotov, también se confrontan dos maneras de pensar y decir la política, dos maneras de actuar a través de la palabra. ¡Qué elocuente oposición de lenguajes, de convocatorias, de imaginación!
Unos días antes de la invasión, Putin rechazaba la oferta diplomática de Macron citando la rima de una vieja canción soviética cuyo título es más que revelador: “La bella durmiente en el ataúd.” La canción fantasea con la violación de un cadáver. “Te guste o no, aguanta, hermosa.” Esa metáfora describía su fantasía política: masacrar para después violar un cuerpo inerte. El poder, para Putin, es un instrumento de vejación. Recuerdo ahora otra joya del tacto diplomático de Putin. Enterado de que la Canciller alemana había desarrollado una fobia a los perros después de haber sido atacada por uno, esperó la llegada de los fotógrafos en una reunión en Sochi, para llamar a su enorme labrador. Buscaba intimidarla físicamente y exhibirla aterrada. Ella, que mantuvo la calma en todo momento, dijo después: entiendo por qué lo hace. Le aterra su propia debilidad.
En los mensajes que ha pronunciado para preparar primero y justificar después, la invasión de Ucrania, ha seguido retóricamente esa misma estrategia de aplastamiento. Ucrania no merece trato de nación porque es una mentira leninista que solo se hizo realidad por la destrucción del imperio soviético. El nuevo zar no tiene la menor intención de acomodar su fábula a la realidad: el gobierno ucraniano es un gobierno de nazis, por lo que la invasión debe considerarse una intervención de salvamento. Como buen autócrata, Putin se imagina como el redactor único del recuerdo nacional. Inventando un pasado a la medida de sus delirios, cancela cualquier posibilidad de cambio, de innovación. El mito se invoca de esta manera como predestinación.
Frente a las aberraciones orwellianas de Putin, la palabra del Presidente de Ucrania es contrapunto de sensatez. Una apuesta de valentía, dignidad y razón. Ante la oferta norteamericana de una salida para ponerlo a salvo, el Presidente respondió que la lucha estaba ahí. No necesitaba un aventón, pedía pertrecho. Por eso dijo que sus atacantes verían la cara de los ucranianos y no su espalda. Me parece también notable que, frente a la soberbia imperial que se presenta como mandato del espíritu, el Presidente ucraniano plantee una noción de una nacionalidad despierta y viva. Su resistencia no es la de una cultura herméticamente distinta a la del vecino. Viene de otro lado y por eso es tan desafiante. Se funda, simplemente, en una voluntad de vivir dignamente en libertad. No dicta, como Putin, cátedra de historia fabulada, porque habla de un presente abierto. Zelensky desarma de esa forma la dicotomía del autócrata. El vecino es también un pariente y es por eso que se dirige a ellos.
Frente a la cobardía del golpeador, la dignidad del comediante.