El enemigo es la Constitución
Agencia Reforma / @jshm00
El enemigo no es la Suprema Corte. El enemigo es la Constitución. La batalla que se prepara no es para rehacer al tribunal constitucional sino para liquidar la norma que frena la voluntad incuestionable.
El conflicto se pospuso, pero era inevitable. Un régimen convencido de ser la expresión pura de la soberanía nacional tenía que chocar tarde o temprano con la regla que impone límites. El conflicto estaba anunciado, pero se había demorado en manifestarse con la crudeza con la que lo hace hoy. El gobierno despegó con una agenda constitucional modesta. Quizá había soñado con la promulgación de una nueva Constitución que fuera el símbolo del cambio histórico que pretendía, pero llegó a la conclusión de que habría sido una distracción innecesaria. A fin de cuentas, se pensaba que la Constitución era compatible con la ambición presidencial. Así lo creía el candidato poco antes de ganar la elección. En varios foros prometía que no iniciaría reformas constitucionales en sus primeros tres años. No las creía necesarias. Confiaba en que el marco de Querétaro le permitiría hacer los cambios que buscaba. En sus primeros años no tenía entre ceja y ceja al INE y sentía tranquilidad con un subordinado en la presidencia de la Corte. Pero, a medida en que los espacios arbitrales fueron frenando sus ilegalidades y cuando el tribunal perdió a su delegado, la aversión se convirtió en obsesión. La reacción fue la misma en ambos casos: buscar la absorción política de los árbitros. Dos misiones tiene el Presidente en los meses que le restan: lograr que su candidata gane la elección y degollar a la Suprema Corte de Justicia. Usar abiertamente todo su poder para imponerse electoralmente y reventar la bóveda de la democracia constitucional.
Es claro que el Presidente no respeta la función arbitral, que nunca ha considerado que las instituciones sean una plataforma común. Los años en la Presidencia no han moderado esa hostilidad inicial. Por el contrario, el ejercicio del cargo ha radicalizado su animosidad. Todos los núcleos de razón constitucional independiente son la obcecación de su paranoia. La tarea por delante es muy clara: el Gobierno empleará todo su capital político, usará todos los medios a su alcance, violará cuanta regla se interponga para carcomer la legitimidad de un poder de la República, el poder que tiene bajo su responsabilidad el cuidado del orden constitucional.
Lo que se expresa hoy en la embestida presidencial contra la Corte es la incompatibilidad entre populismo y constitucionalismo. Si se imagina que el pueblo genuino tiene una sola voluntad, si se llega a creer que esa voluntad habla por la garganta de un caudillo extraordinario, si el conflicto hace absurdo el diálogo e imposible el asentamiento de un piso común, si las minorías representan la podredumbre, la Constitución es el enemigo. Es el enemigo porque sus reglas y procesos, sus valores y principios rechazan puntualmente cada uno de esos espejismos. El orden constitucional asienta normativamente el pluralismo. Por eso no hay nadie que pueda hablar por el Pueblo. El pueblo dice sí y no, al mismo tiempo. Es mayoría y también minoría. A unos tocará legislar, pero el hecho de tener el respaldo de los votos no les otorga permiso de hacer lo que se les antoja ni hacer lo que se les antoja del modo en que se les antoja. Ese principio elemental del constitucionalismo es el que ha defendido la Corte en su resolución reciente: toda decisión constitucional ha de seguir una ruta. La democracia constitucional, en efecto, es proceso.
La propuesta de convertir a los jueces constitucionales en representantes populares es la liquidación del constitucionalismo. Un tribunal, a diferencia de una asamblea legislativa, no ha de guiarse por la opción que cuenta con el respaldo popular. Ha de actuar con imparcialidad apegándose estrictamente a las reglas y a los principios de la ley. Si el tribunal supremo del país se integra con políticos que ofrecen sentencias como lemas de campaña, si los ministros resuelven las controversias para congraciarse con el ánimo de la mayoría el mecanismo constitucional quedará destruido. Esa herencia es la última ambición presidencial: un régimen sin restricciones constitucionales.