El día que dejamos de sacar la silla a la banqueta, perdimos la calle

Isaac Aranguré
15 octubre 2024

Por muchas razones que me habitan soy un caminante asiduo, cada que tengo oportunidad rechazo rotundamente la idea de subirme al carro para llegar a algún lado. Vivo cerca de los primeros cuadros de Mazatlán, donde la población es predominantemente de edad avanzada y me da gusto encontrarme a algunos rebeldes todavía, principalmente cuando va cayendo el sol, en la calle con sus vecinos. Me llama la atención porque recuerdo que algún día nuestro Mazatlán fue así, el pueblo de donde viene mi mamá también y estoy seguro que nuestro estado así fue. No tardé mucho en contrastarlo con la privada adentro del coto, que a su vez, tiene una barda que delimita el fraccionamiento, o en colonias y fraccionamientos abiertos donde las nuevas generaciones pasamos encerrados, ensimismados, y por si fuera poco, en crisis como esta que atravesamos, refugiados.

Eso me llevó a reflexionar si tal vez por lo que significaba, ¿no habremos perdido las calles, el día que dejamos de sacar la silla?

Salir con la silla a la calle y sentarse a platicar con el vecino era más que una costumbre, era una puerta al sentido de comunidad. En esas sillas, desaparecían las prisas, el cielo era el testigo de las relaciones que se construían, del alma que impregnaba el barrio y la vida de la que se llenaba. Las conversaciones eran simples, muchas veces sin propósitos claros, pero tenían un significado profundo: Compartíamos lo que nos pasaba, lo que éramos y lo que queríamos ser, nos llenábamos del otro y en ese otro crecía la confianza, la pertenencia a una comunidad que existía.

En aquel momento, la tecnología o los algoritmos, no determinaban nuestras interacciones, el acto de sacar la silla a la calle, era un acto deliberado de apertura. Invitar al otro a cruzar la invisible frontera que separaba la casa de la calle, significaba ofrecer compañía, escucha y en muchos casos solidaridad. Las horas pasaban entre risas o silencios, contemplando, los niños jugar, la humedad mazatleca, la brisa del mar, con la certeza de que en ese momento, no estábamos solos.

En esos tiempos la calle no era un tránsito constante, era para compartir nuestra cotidianidad, un espacio vivo, nuestro. Sacar la silla a la calle era el recordatorio de que la vida se vive mejor cuando se vive con el otro.

Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.

Es cuánto.

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