El día en que el mafioso humilló al estadista
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El estadista llegó al poder representando la esperanza de muchos. Los ciudadanos exigían el cambio político en medio de una crisis de confianza en las instituciones, serias dificultades económicas, y el dolor de haber sufrido una guerra que nunca tuvo objetivos claros y cuyos resultados fueron desastrosos. El estadista tenía un amplio apoyo, sobre todo al principio, y eso le daba la confianza de emprender tareas que para otros gobernantes parecían peligrosas y les requerían mayor prudencia.
Sin una estrategia bien planeada con respecto a los problemas que enfrentaba la región, Mussolini visitó Sicilia en 1924. En su afán egomaníaco estaba decidido a reconocer “sus potestades” y recibir el calor de sus gobernados. No obstante, al llegar a Piana dei Creci la experiencia no fue como esperaba; el Alcalde del sitio, que también era el líder de la mafia, se sintió ofendido ante el despliegue de guardias en lo que consideraba su territorio, e hizo saber al estadista que ahí quien mandaba era él. Ordenó que nadie en la ciudad asistiera en recibimiento de Mussolini, y así, al llegar a la plaza donde daría su discurso, el Duce se presentó ante un público integrado por tan sólo unos cuantos indigentes, quienes acudían por rutina al lugar.
Cuentan historiadores (como Norman Lewis), que ese día Mussolini conoció por primera vez las redes de dominio territorial que había establecido la mafia durante varias décadas, casi hacía un siglo entonces, y que actuaban como una especie de leviatán privado estableciendo su propia “soberanía ilegal”. La mafia, como organización, había estructurado una red de complicidades, lealtades y “solidaridades forzadas” e implementado, a través de una serie de procesos en el tiempo, un sistema de control de todas las esferas de la vida política y social de la región; brindaba orden y quitaba el orden.
La actuación de la mafia implicaba, de acuerdo con Salvatore Lupo: “una relación estrecha entre política, negocios y criminalidad; una ilegalidad o corrupción difusa; una mala costumbre hecha favoritismo, clientelismo, fraude electoral; incapacidad de aplicar la ley de forma imparcial” (Salvatore Lupo, 2009). Así, se instituyó por muchos años una organización jerárquica de familias que establecían un “status quo” a través de códigos y tradiciones en el que todos participaban.
Mussolini, humillado por el hecho, se dijo decidido a derrotar a la mafia, y para este fin emprendió una campaña de persecución de los líderes. Y aunque el mito popular habla de que casi lo consiguió, de no haber sido por la guerra (Segunda Guerra Mundial), lo cierto es que los historiadores y especialistas en el estudio de la mafia ahora nos cuentan otra verdad: lo que debitó a la mafia siciliana en realidad fue un movimiento contracultural y los errores que cometieron los dirigentes de la delincuencia organizada hacia finales del Siglo 20.
Para la década de los 80 la mafia italiana se encontraba en un cambio generacional. Sus nuevos líderes ya no seguían los códigos que regían la actuación de la organización y que tenían como objetivo mantener el silencio de la gente y la “normalización” de la violencia. La guerra entre grupos había tomado los escenarios urbanos y estaba afectando cada vez más a la población no involucrada en los mercados ilegales. Sus sicarios se convirtieron en asesinos temibles, y entre 1991 y 1992 los habitantes de Palermo enfrentaron un “pico terrorista”. El punto máximo de indignación llegó cuando la mafia asesinó, en eventos diferentes, con un coche bomba a dos jueces que habían estado investigando sus redes de asociación, Falcone y Borsellino, causando además un gran impacto en la dinámica de la ciudad porque instauró por varios un casi toque de queda. Como resultado, la delincuencia organizada pasó a ser considerada como un problema público.
Rocco Sciarrone definió los resultados de estos eventos como un trauma cultural. Los funerales de estos dos jueces convocaron a miles de sicilianos a las calles, que, llenos de indignación emprendieron un movimiento cultural que llamaron “anticrimen”. Reconocieron que callaron por mucho tiempo, alimentaron el poder de la mafia con temor y silencio; exigieron acciones contundentes y se organizaron para crear resistencias.
Seguido al descontento de la población, y al debilitamiento de las redes de acción de la mafia, las autoridades federales implementaron una serie de medidas en materia de orden y combate a la impunidad. Entre 1986 y 1987 en el “maxi proceso” se encarcelaron a más 360 líderes, empresarios y políticos involucrados, quienes alcanzaron condenas (en total) de más de 2 mil 200 años.
La experiencia de Palermo, donde la mafia sigue operando, pero está más debilitada que nunca, y al menos ya no goza de las mismas redes de complicidad, nos recuerda que el nivel de violencia en una comunidad no sólo se evalúa en función de tasas de homicidios, sino también en la capacidad de estos grupos de establecer el control de las instituciones en sus diferentes ámbitos, y de trastocar la vida diaria de las personas. Sicilia, como muchos otros lugares, llegó a un punto de quiebre. ¿Será que Sinaloa llegará también a un punto de quiebre?
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