El deber de curar
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A las y los médicos, las y los enfermeros
Anoche tuve un sueño como se debe: extraño. La trama y sus escenas se dieron en la terraza que corona la biblioteca del campus Monterrey, donde las caras más conocidas y reconocidas del Tec se dieron cita para celebrar algo. El ambiente era de una asombrosa y pegadiza alegría; pareciera que todos nos hubiéramos sacado el premio mayor de la lotería. Risas, risas y más risas. Entre los muchos absurdos recuerdo dos: un grupo de cuatro personas, después de varios intentos, logró formar una tambaleante pirámide humana que cantaba una en raramuri. Unido por los brazos, un grupo de unas 15 personas hizo una serpenteante hilera que se desplazaba por todos lados dando saltos de rana y de cosaco. Jamás pensé que la gente que aún tengo en la memoria tuviera tales habilidades. Había tanta comida y bebida que podrían haberse alimentado a dos o tres equipos de futbol americano.
De repente, como si una voz declarara “ahora” se deshizo la fila, se dispersaron los corrillos y comenzamos a abrazarnos los unos a los otros. La idea era que nadie quedara sin abrazar o ser abrazado o dejar de escuchar las palabras que le decía la persona que tenía frente a sí. Recuerdo haber abrazado con fuerza a mucha gente que ahora veo muy poco; la atmósfera de ese momento de los abrazos generaba una alegría difícil de describir.
Visto a la luz de La interpretación de los sueños, el mío no tenía tanto de extraño. Freud hubiera dicho que mi inconsciente volvía explícito mi ferviente deseo por retomar la vida que esta cuarentena me ha arrebatado. El placer de apretujarme con personas con las que casi no convivo, no era otra cosa que mis ganas de darle fin a la tan llevada y traída sana distancia; era una suerte de liberación onírica del yugo represivo impuesto por una cuarentena que se va ampliar a causa de un rebrote, aparentemente inminente, de la pandemia.
Traigo esta historia a cuento porque este viernes tuve la oportunidad de felicitar a algunos amigos médicos por su día, de los cuales un par, más que alegría, me externó su preocupación y malestar. Celebrar con la pandemia encima, me dijo uno de ellos, es como “disfrutar de la noche buena cuando estás en un funeral; no hay ánimo de celebrar”.
La desmoralización temporal de mi amigo proviene del escenario que se avecina. Me explico.
En sus últimos informes, Hugo López-Gatell ha venido advirtiendo de las señales que hablan de que estamos ante un nuevo rebrote del virus. Los hospitales públicos y muchos privados comenzaron a sentir los estragos. Hoy, por ejemplo, el Hospital La Raza, de la Ciudad de México, está al 50 por ciento de su capacidad. Aun y cuando hay camas disponibles, médicos y enfermeras trabajan, prácticamente sin descanso, los siete días de la semana. El caso de las enfermeras es dramático. Algunos reportes señalan que muchas de ellas, para poder atender las necesidades de sus pacientes, han tomado la decisión de raparse el pelo, utilizar pañal y brincarse comidas.
En el caso de los médicos residentes la situación no es del todo diferente. Las jornadas de trabajo, las deben alternar con todas las responsabilidades que se desprenden de la terminación de sus estudios.
Y al desgaste físico debemos sumar el factor emocional. Médicos y enfermeras saben los muchos riesgos que trae consigo tratar a un paciente contagiado de Covid-19. Hay que tener nervios de acero para lidiar con la falta de recursos, el desgaste físico derivado de las horas largas que exige cada jornada, el temor a ser contagiado y contagiar a la propia familia. Bajo estas condiciones no resulta nada fácil cumplir con el deber de curar al que obliga el icónico juramento hipocrático.
Al nervio que brota del quehacer hospitalario, hay que agregar la frustración que el personal de salud experimenta cada vez que se topa de frente con la apatía e irresponsabilidad ciudadana, con relación al propio cuidado. Las cenitas en la sana distancia, los paseítos campestres con amigos que se cuidan, las reunioncitas en casa con la pura familia, el partidito de futbol o béisbol, han sido el caldo de cultivo de los nuevos rebrotes.
Médicos y enfermeras, sin decirlo públicamente, están hartos (y algunos enfurecidos) de tanta irresponsabilidad civil. Ni qué decir cuando una persona fue contagiada tras seguir todas y cada una de las recomendaciones dadas por las autoridades sanitarias, pero, ¿qué justificación tiene una persona que se contagió porque se esforzó todo lo que pudo? ¿Debe permanecer intacto el deber de atender y curar? ¿Puede reclamársele a un médico que solicitó un permiso para dejar de ir a trabajar al hospital, porque hubo un repunte de enfermos después de un fin de semana lleno de eventos deportivos y musicales, por ejemplo? ¿Con qué cara la sociedad puede reclamar a médicos y enfermeras que “cumplan con su deber”, cuando las obligaciones del autocuidado que debe seguir la ciudadanía son incumplidas?
Sin duda, los principios de la beneficencia y no maleficencia promovidos por la bioética conducen a médicos y enfermeras a cumplir con su deber de tratar al paciente, para garantizar su bien o evitarle el mal. Con independencia de las causas por las cuales quedaron postrados en la cama, el personal de salud trata a los enfermos, sin embargo, es un asunto de justicia, más aún, de sentido común, que la ciudadanía evite por todos los medios ser contagiado.
El repunte en la pandemia, más allá de la impericia y cinismo de López-Gatell, en buena medida, también tiene que ver con nuestro proceder.
Como sabemos, las formas de evitar el contagio son fáciles y simples, tan dramáticamente simples como es el morir en el transcurso de esta necia pandemia.