El colapso de una democracia irrespirable

Roberto Heycher Cardiel
09 diciembre 2024

En los sistemas complejos, el colapso se define como un proceso en el cual un sistema pierde su capacidad de mantener sus funciones, estructura o dinámicas debido a la interacción de factores internos y externos. Este fenómeno puede ocurrir de manera gradual o abrupta, y suele estar vinculado a la pérdida de equilibrio entre los elementos que componen el sistema.

La democracia, ese delicado entramado de instituciones, derechos y equilibrios, es un sistema complejo que se asemeja a un ecosistema: frágil, interdependiente, y siempre en riesgo de colapsar si sus elementos dejan de funcionar en armonía. En México, esa armonía se tambalea. La erosión de las instituciones, la polarización exacerbada y las amenazas contra el Estado de Derecho son señales de que nuestra democracia está perdiendo oxígeno. Como el aire, su ausencia solo se percibe cuando comienza a faltar.

El colapso democrático no es un derrumbe súbito. Es un proceso insidioso, una suma de pequeños quiebres que, al acumularse, llevan al sistema al borde del abismo. En los sistemas complejos, como la democracia, una pequeña perturbación puede desencadenar efectos en cascada, afectando los cimientos mismos del sistema. Esta es la paradoja: mientras algunas señales pueden parecer aisladas, juntas dibujan un patrón preocupante.

Estas señales se manifiestan de manera visible. La reciente reforma judicial que permite la elección popular de jueces, incluyendo a la Suprema Corte, ha sido presentada como un acto de democratización. Sin embargo, en realidad, plantea una amenaza a la independencia judicial, un pilar fundamental de cualquier democracia saludable. Al subordinar a los jueces al escrutinio político, se corre el riesgo de politizar la justicia, eliminando su capacidad de actuar como contrapeso al poder ejecutivo.

La democracia no es solo el gobierno de la mayoría; es también la protección de las minorías y la garantía de los derechos fundamentales. Cuando los contrapesos se debilitan y el poder se concentra en unas pocas manos, la democracia comienza a desmoronarse. La militarización de funciones civiles, el debilitamiento de los órganos electorales y el uso de narrativas de confrontación son síntomas de un sistema que pierde su capacidad de autorregularse.

El aumento de la presencia militar en tareas civiles es especialmente preocupante. Aunque presentado como una respuesta a la inseguridad, este fenómeno erosiona el control civil sobre las fuerzas armadas, desplazando el equilibrio entre autoridad y rendición de cuentas. La historia nos enseña que cuando los militares se convierten en actores políticos, los derechos civiles suelen ser los primeros en sacrificarse.

La polarización extrema es otro signo de un sistema democrático en crisis. En lugar de fomentar el diálogo y la construcción de consensos, el espacio público se convierte en un campo de batalla donde el “otro” es visto como enemigo. Esta dinámica no solo fragmenta a la sociedad, sino que también deslegitima a las instituciones críticas, como los medios de comunicación y los órganos autónomos.

El discurso de confrontación ha normalizado la descalificación de voces críticas. Intelectuales, periodistas y opositores son etiquetados como enemigos, una estrategia que busca desacreditar cualquier disidencia y consolidar un poder hegemónico. Esta narrativa no solo divide a la sociedad, sino que también crea un ambiente donde la persecución política y la criminalización de la oposición se vuelven herramientas legítimas de gobierno.

La democracia se construye sobre la confianza. Cuando las instituciones pierden credibilidad y los ciudadanos se sienten desconectados del proceso político, el sistema entero se tambalea.

Además, la normalización de discursos autoritarios es un indicador alarmante de la dirección que puede tomar un sistema democrático debilitado. Líderes que cuestionan abiertamente los principios democráticos, como la vigencia del estado de derecho o la independencia de los órganos autónomos, contribuyen a erosionar la legitimidad del sistema desde dentro.

La democracia no es un estado permanente; es un proceso dinámico que requiere constante vigilancia y renovación. Las señales de colapso son claras, pero aún hay tiempo para revertir el curso. Esto exige un compromiso renovado con los valores democráticos, un fortalecimiento de las instituciones y un rechazo categórico a las narrativas que promueven la división y la confrontación.

La ciudadanía tiene un papel crucial en esta lucha. La educación cívica, el acceso a información veraz y la participación activa en los procesos políticos son herramientas esenciales para garantizar que la democracia no solo sobreviva, sino que florezca.

La democracia, como el aire, es invisible pero vital. Cuando comienza a faltar, el sufrimiento se siente en cada rincón de la sociedad. Estamos ante la amenaza de un colapso democrático que, de no ser abordado, podría llevarnos a un punto de no retorno.

El colapso no es inevitable, pero prevenirlo requiere valentía, visión y un compromiso inquebrantable con los principios que sustentan nuestra libertad y dignidad. La democracia no puede ser el eco de un discurso polarizante ni el instrumento de un poder hegemónico. Debe ser, siempre, la casa común donde todos tengamos un lugar y una voz.

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