El CIDE

María Amparo Casar
03 junio 2020

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amparocasar@gmail.com

 

El CIDE junto con otros centros de educación acaban de recibir una buena noticia. La directora general de Conacyt informó que “se acordó” no afectar con el recorte del 75 por ciento del presupuesto del gasto operativo a los Centros Públicos de Investigación y reiteró su apoyo para preservar sus fideicomisos. El cambio de rumbo obedeció a la presión de amplios sectores que denunciaron el hecho, a los directivos, profesores y estudiantes que se movilizaron para impedir la destrucción de instituciones, al apoyo de Conacyt y, también, a que las autoridades escucharon argumentos. Ganamos todos: gobierno y sociedad.

En el caso del CIDE, la medida era un despropósito, pues éste y recortes previos habrían hecho imposible mantener su planta de investigación, las becas de sus alumnos y los insumos indispensables para seguir cumpliendo su función.

Hubiese sido un grave error vistos los resultados que desde 1974 ha alcanzado la institución. Como en toda organización, la excelencia del CIDE está en el factor humano. Sus logros están en cada profesor que dedica su tiempo a formar y a informar y que no buscan, como injusta y torpemente dijo el presidente de los médicos, enriquecerse. Cada uno de sus investigadores podría ganar muchas veces el salario del CIDE si así lo decidieran.

En cada alumno que sale a emprender en el sector privado o a servir en el sector público. El CIDE ha formado a mil 145 estudiantes de licenciatura, a 2 mil 16 maestros y, en los últimos cinco años, a 45 doctores. La gran mayoría de ellos (más del 70 por ciento) han recibido becas que cubren su colegiatura y/o su manutención. Son estudiantes que sin este apoyo jamás habrían logrado ingresar a la educación superior. Existe pues un discriminación positiva en favor de los que menos tienen. Las familias de más de la mitad de los estudiantes tienen ingresos familiares mensuales menor a los 5 salarios mínimos y 15 por ciento, menor a los 10 mil pesos. Además, el CIDE se ha dedicado a formar cuadros académicos y a servidores públicos para todo el País en las distintas ramas del poder y órdenes de Gobierno: 7 de cada 10 estudiantes provienen del interior de la República. La perspectiva de género tampoco ha faltado: poco menos de la mitad son mujeres. Todo esto logrado con procesos de admisión basados en el mérito académico y guardando fidelidad a sus propósitos iniciales: formar profesionales con vocación de servicio público y colaborar a la comprensión y transformación de la realidad.

El México de hoy es muy distinto al de hace 46 años. El de entonces era un país que con pocas libertades y que comenzaba a librar la lucha por la democracia. Aún así, abrió sus puertas y se benefició de académicos y estudiantes de izquierda que tuvieron que huir de sus países por los golpes de estado. Pero también era un México que comenzaba a valorar la idea del capital humano y a comprender los beneficios de la diversidad ideológica, la pluralidad de pensamiento, la importancia de la formación académica y la necesidad de formar profesionistas sólidos con vocación de servicio público.

En ese México, el proyecto CIDE apostó por el cambio desde los campos de la educación y la investigación bajo dos principios: el mérito y la ampliación de oportunidades para que muchachos y muchachas de toda la República y de todas las clases sociales pudiesen acceder a una educación de excelencia.

No es la primera vez que el CIDE está riesgo. Lo paradójico es que cuando estuvo bajo la ofensiva de algún gobierno anterior, lo estuvo -nunca lo olvidaré- por estar “lleno de rojillos” o por abordar temas incómodos para los gobiernos.

Hoy es por otros motivos. El Gobierno actual, a pesar de autodenominarse de izquierda, no valora los principios que dieron origen al CIDE. No valora el conocimiento, ni el expertise; no cree en la ciencia ni en el debate; le es ajena la meritocracia y la excelencia. Nos quiere igualar a todos a la baja y no al alza.

Por el momento se ha alejado el peligro de la supervivencia. Pero el desasosiego producto de la incertidumbre persiste entre la comunidad. Los peligros siguen ahí: el de la extinción de los fideicomisos, el de los recortes presupuestales, el tratamiento de los investigadores como funcionarios públicos sujetos a criterios burocráticos y jerárquicos y el de la designación a modo de los directores de los centros. No se debe bajar la guardia.