El capote del torero
Cuánta lucidez, cuánta sabiduría puede encontrarse de pronto en el pesimismo más profundo. Frente al escapismo de la ingenuidad o a la simpleza reactiva de la rabia, el pesimismo reconoce la naturaleza trágica de la historia. Somos una especie negada al aprendizaje. Al contemplar el horror inevitable que nos acecha el pesimista muestra una claridad moral que afina el sentido de responsabilidad. El mundo no camina a la justicia y más vale abrir los ojos ante las desgracias que vienen. Pienso en esto después de leer el desolador artículo de David Grossman que tradujo el diario El País hace unos días. Mi país, dice el escritor israelí, será más derechista, más militante, más racista después de esta guerra. La nueva guerra alentará los prejuicios más odiosos y extremos y con ellos se esculpirá nuestra identidad.
El pesimista se sabe solo. En su lado mira una soberbia imperdonable, del otro el fanatismo criminal. Nombra a los traidores de su gobierno y a los crueles que han perdido “el lado humano”. Por supuesto, no tiene duda de quién perpetró los ataques terroristas y quién es culpable de la masacre del 7 de octubre, pero se atreve a preguntar ¿en qué hemos contribuido nosotros desde hace años? La vulnerabilidad es producto de una irresponsabilidad histórica con respaldo popular. ¿Cómo hemos podido alimentar a un gobierno corrupto que, atizando el odio, ha deshecho las instituciones de la justicia, ha debilitado la seguridad?, pregunta Grossman. El odio como política hacia adentro y hacia afuera, el ataque a la malla compartida es una invitación a la embestida de quienes nos odian. Desde luego, para el autor de La muerte como forma de vida, el único culpable de los horrores del 7 de octubre es Hamás. La ocupación es un crimen, pero el ataque de los terroristas está en el grado último del mal. En la condena al terrorismo no puede haber rodeo alguno. Entender la complejidad histórica de un problema no conduce a la ambigüedad ética.
La aflicción profunda con la que Grossman escribe sobre la pesadilla de octubre parte del temor por el efecto que tendrá en los suyos. ¿En qué personas nos convertirán los terroristas? “Qué seremos cuando resurjamos de las cenizas y volvamos a nuestra existencia”. El pesimista sabe que el terror sembrado es una trampa en la que, de una manera u otra, caerá su país. Si había una posibilidad remota de diálogo, ésta ha volado por los aires.
El terrorista gana cuando la respuesta que recibe se inscribe en su libreto. Escribía el historiador Timothy Snyder recientemente que el terrorismo es dolor para la víctima, pero para el terrorista es lo que viene después. Lo que importa no es la bomba, sino la respuesta a la explosión. Es importante tener la frialdad para reconocer que las atrocidades, por abominables que resulten, no son el fin del terrorismo, sino un medio para secuestrar emocionalmente al enemigo. Los terroristas podrán planear meticulosamente el ataque, pero lo que les importa es la respuesta de los agraviados. Cuando la reacción es dictada por la rabia el terrorista ha ganado. Si los ataques del 11 de septiembre, dice Snyder, fueron exitosos no fue porque se vinieron abajo las torres de Nueva York, sino porque la política exterior de Estados Unidos cumplió el papel que Al Qaeda había redactado para ella.
Cuando se emplea la analogía de los hechos recientes con aquella fecha, deberíamos extraer la lección completa. El 11 de septiembre no solamente fue un evento de desalmada eficacia mortífera, sino también una historia que debería alimentar cautela. Más allá del enorme sufrimiento que causaron, los ataques terroristas no debilitaron por sí mismos a Estados Unidos. Lo que debilitó su posición internacional fue una invasión militar que dejó miles de muertos inocentes. El politólogo liberal Stephen Holmes ha usado una metáfora elocuente para describir esta trampa. El terrorista causa pánico para provocar la reacción deseada en el enemigo como el torero menea el capote para atraer al toro. El animal embiste una tela roja para entregarse a una suerte que terminará con su vida. Ese es la advertencia del pesimista: una y otra vez el animal se dejará llevar por el color y el movimiento del capote, tal y como lo quiere el matador.