El ataque a Ciro y la responsabilidad gubernamental
El jueves 15 de diciembre Ciro Gómez Leyva sufrió un atentado contra su vida que afortunadamente no se consumó. De acuerdo a su propio testimonio y lo observado por la propia autoridad capitalina, quienes perpetraron el ataque tenían toda la intención de matarlo. Lo salvó el blindaje de su camioneta. Al día siguiente el Presidente de la República expresó su apoyo al periodista. Pero en unos instantes todo comenzó a enrarecerse. A partir de entonces la estrategia de comunicación presidencial articuló sus tres ejes principales: desinformación, estigmatización y negación.
El Presidente no tardó en fustigar y denostar a la prensa. Lo hizo en la misma conferencia del viernes 16 a los pocos minutos de solidarizarse con Ciro y celebrar que estaba ileso. En esta ocasión su blanco de ataques fueron Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín y el diario Reforma. El lunes 19 continuó emitiendo descalificaciones...ahora sí contra Ciro y otros tachándolos de “voceros del conservadurismo”. Ese mismo día deslizó la hipótesis del atentado como intentó de socavar su proyecto y la estabilidad política del País. El martes 20 soltó de llenó la teoría del “autoatentado” pero que no se infringió a sí mismo Ciro sino los opositores, a los que finalmente -según el Mandatario- representa el periodista (por eso el prefijo “auto”). Esa misma mañana, Gómez Leyva sintetizó en su programa radial la narrativa de AMLO: “[el Presidente dice] estoy contigo y viene un escupitajo en la cara”.
Igual de preocupante es la negación que cristaliza en desinformación. En muchas ocasiones el Presidente repite frases como “hay plena libertad de expresión”, “no hay impunidad”. Desde el viernes pasado lo ha reiterado. Contrario a lo que dice una y otra vez, la libertad de expresión está bajo asedio. Cada 14 horas se agrede a la prensa en este país. Es decir, desde que atacaron a Ciro Gómez Leyva, ya habrán ocurrido 11 agresiones más contra periodistas o medios de comunicación. Asimismo este año será -junto a 2017- el más letal del que se tenga registro y México es el país más peligroso del mundo para la prensa. La impunidad sí existe, persiste y es del 98 por ciento.
Sin embargo hay algo más profundo en esa articulación de los ejes negación-desinformación-ataque. La incapacidad de asumirse responsable como cabeza de un país y, por lo tanto, la intención de ocultarlo a como dé lugar. Lo que hemos escuchado en este y muchos casos de violencia contra la prensa son atajos narrativos que abre para sí y sus seguidores. Porque hacerse responsable duele. Implica admitir la incapacidad institucional que hoy impera y no tiene visos de revertirse. Conlleva admitir que ha fracasado la estrategia de prevención, protección, justicia, verdad y reparación para periodistas.
En efecto, aun cuando no haya ordenado el ataque, el Estado que él encabeza es responsable por acción y por omisión de lo que sucede hoy a la prensa mexicana. Eso no lo decimos nosotros, lo establece la Constitución y los tratados internacionales de los que México es parte.
Aunque duela y se quiera soltar humo, los gobiernos son responsables del clima de violencia. Lo dijo el Relator Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH Pedro Vaca, al hacer alusión al caso de Ciro y señalar que “todo acto de violencia contra periodistas claro que afecta al gobierno de turno, particularmente porque hace explícita su incapacidad de: brindar garantías, protegerles a tiempo, investigar con imparcialidad, sancionar ejemplarmente a los responsables y prevenir agresiones”. El Relator remata “[e]s trascendental poner fin al discurso oficial denigrante contra periodistas”. En resumen, no hace falta que sea un crimen de Estado para que el Estado asuma responsabilidad por los hechos.
También hay responsabilidad cuando adelanta hipótesis de investigación y politiza el caso. Ello condiciona las investigaciones en curso que -dicho sea de paso- conducen las instituciones capitalinas; despertando dudas sobre la independencia e imparcialidad de las indagatorias y los eventuales resultados que éstas arrojaran. A su vez contraviene los elementos mínimos del Protocolo Homologado para Investigar Delitos contra la Libertad de Expresión: el trabajo periodístico de la víctima como razonable móvil del crimen.
La responsabilidad también se genera cuando se niega a cambiar el discurso denigrante en contra de las y los periodistas y las organizaciones que defienden la libertad de expresión. Confunde al público y a su gobierno, constituye bandos y facciones, coloca a la propia víctima como enemiga. Y a los enemigos se les anula negándoles derechos y garantías. Frente a los enemigos hay razón de Estado no Estado de Derecho.
Una luz de esperanza se cuela en este nebuloso paisaje. El “gremio” de periodistas, con sus tensiones, se muestra consciente y solidario, como hace mucho no sucedía. La muerte se percibe cercana para muchos y muchas que sentían lejana la realidad de violencia que viven los y las periodistas fuera de la capital. Si no hay un giro de tuerca en la estrategia gubernamental, es urgente que ocurra dentro de esa masa amorfa, diversa y contradictoria llamada “gremio”. Por lo pronto, aunque no le guste al gobierno, habrá que seguir visibilizando la terca realidad. En eso ayudará mucho lograr la solidaridad del gremio y la sociedad para mantener vivo el periodismo y vivas/os a lo/as periodistas.